martes, 11 de mayo de 2010

2..LA TRAMPA DEL SEXO PREMATRIMONIAL.


Mi invitada salió del auto dándome la mano pero sin quitarme la vista de la cara.
—¿Pasa algo malo?
Sacudí la cabeza y me esforcé en sonreír. Habíamos hecho un viaje demasiado largo para cambiar el itinerario a esas alturas.
La tomé del brazo y caminé más por inercia que por voluntad. La señora Adela había vuelto a cerrar el portón. Lo abrí despacio y pasé primero con evidente sigilo.
—¿Está enferma tu mamá? —preguntó Dhamar sin acabar de entender tanto misterio.
—No. Pero tal vez esté dormida —mentí.
Entramos a la casa que lucía especialmente pulcra. Mi amiga se sorprendió.
—Qué hermoso diván. Y qué tapiz tan elegante. Han decorado con muy buen gusto.
—Gracias. De unos meses para acá a mamá le ha ido muy bien.
Caminé por delante para mostrarle la extraña colección de pinturas al carbón que mi madre había adquirido recientemente.
- Son muy hermosas —comentó.
—Te enseñaré el estudio. Tengo muchas películas de ciencia ficción y un equipo de cómputo nuevo.
Subí muy despacio, orgulloso de los lujos que poseíamos, quizá porque carecimos de ellos durante toda la vida.
Justo al doblar el recodo de la escalera nos encontramos de frente con mi madre que venía bajando.
Me inquieté.
—Te presento a Dhamar. Es la gran amiga de la que tanto te he hablado.
Ambas se dieron la mano sonrientes.
—¿Ya comieron?
—No —contesté—, compramos hamburguesas. Pensábamos calentarlas en el horno de microondas. También trajimos para ti.
Mamá asintió sin apartar la vista de mi invitada. Detecté algo negativo en su mirada, pero no enojo, más bien preocupación…
—¿Adonde iban?
—¡Ah! —me sobresalté—, quería mostrarle mi habitación y el estudio…
—Pues pasen. Yo iré a la cocina a servir los platos.
—Gracias, señora.
Subimos. Pero no pude concentrarme en lo que le mostré a mi amiga. La idea de compartir la mesa con esas dos mujeres me había quitado por completo el apetito. Seguramente mi madre no lograría evitar recriminarme con los ojos lo que las visitas recien¬tes vinieron a recriminarle a ella, y Dhamar adivinaría inmedia¬tamente el reclamo visual. Tanto una como la otra eran especial¬mente agudas para la comunicación tácita.
—La revista del doctor Marín es un trabajo increíble, ¿verdad? —comenté para hacer tiempo—. ¿Me prestarás el ejemplar que venías leyendo?
Claro. Te recomiendo que leas el artículo “LOS TRES PILA¬RES DEL AMOR”. Vale la pena no sólo leerlo sino estudiarlo. Es algo básico que deberían tomar en cuenta todas las parejas antes de comprometerse.
Asentí.
—Yo no pienso casarme muy pronto —declaré.
—De cualquier forma te va a interesar. Estoy convencida de que si los jóvenes conocieran esos tres puntos, aunque no tengan inten¬ciones de contraer matrimonio sus relaciones amorosas serían mu¬cho más exitosas.
Al columbrar los alcances de la recomendación anterior, decidí poner a prueba los conceptos de mi amiga.
—¿Y tú qué piensas del sexo prematrimonial? Sé que cuando hay convicciones religiosas se tienen a la vez ciertas normas al respecto que yo llamaría prejuicios. Pero, ¿no consideras que Dios mismo autorizaría, en algunos casos, tener relaciones íntimas durante el noviazgo?
Dhamar tomó asiento en el sillón del estudio y meditó unos segundos su respuesta antes de dármela.
—La gente, por defender sus ideas y conveniencias, puede llegar al grado de hacer partícipe a Dios de ellas y asegurar que Él las apoya. Pero aunque la corriente sexual es muy tentadora a esta edad y todos los jóvenes quisiéramos absoluta libertad al respecto, te voy a decir algo que, sin importar que lo consideres un prejuicio, para mí es definitivo: fuera del matrimonio no existe ninguna rela¬ción sexual bendecida por Dios.
Noté que mis latidos cardiacos aumentaban. Estaba en des¬acuerdo. Absolutamente. Se apoderó de mí la incómoda ansiedad de los estudiantes que quieren levantar la mano para exponer sus ideas frente al grupo. El doctor Asaf me había dado una fórmula con la que me identificaba a tal grado que me sentía dispuesto a defenderla a cualquier precio.
—Tu jefe y yo tuvimos una larga pláticas ese respecto y fue él quien me dijo que cuando existieran tres requisitos fundamentales el sexo prematrimonial estaba bien.
—¿El doctor Marín dijo eso? —preguntó asombrada—. No lo creo.
—Pues ve creyéndolo.
Me estudió con desconfianza. Ella fundamentaba gran parte de sus ideas en las de sujete y maestro. De modo que o yo le estaba mintiendo o el doctor se había contradicho.
—¿Y cuáles son esos tres requisitos?
—PRIMERO, hacerlo verdaderamente enamorado, el amor dará a la experiencia su dimensión adecuada además de que le permitirá tomar la decisión justa si existe alguna complicación. SEGUNDO, hacerlo en buenas circunstancias, relajadamente, en un lugar perfectamente cómodo, que no ofrezca el peligro de convertir la experiencia en una aventura traumática. Y TERCE¬RO, hacerlo sin remordimientos, viviendo intensamente el mo¬mento presente, entregado a la magia de la totalidad del amor.
Dejé que mis palabras flotaran en el aire. Dhamar ladeó lige¬ramente la cabeza, razonando con serio cuidado uno a uno los conceptos. Me sentí satisfecho. No iba a poder refutarme esta vez. Re¬pentinamente se echó a reír. Mi asombro fue superlativo. Mirán¬dome con ternura suspiró:
—Por un momento me hiciste dudar. ¡Esa fórmula es una trampa, Efrén! ¿No te das cuenta de que seguir al pie de la letra los tres puntos anteriores te llevará casi siempre al matrimonio? A menos que surjan serios obstáculos fuera de tu control, de una mujer con la que has vivido algo así no podrás separarte… Se convertirá en alguien más que importante para ti, en una compa¬ñera imprescindible… San Pablo dice que el estado más perfecto para que ciertos hombres desarrollen todas sus potencialidades intelectuales y espirituales es el celibato, pero también dice que para otros (para la mayoría, diría yo) es mejor casarse. Casado, el incontinente sexual hallará paz para su cuerpo y sosiego para crecer mentalmente. El matrimonio permite una madurez y estabilidad inalcanzables en la soltería. Pero, ¿cómo hacerle comprender a un joven amante de la lascivia que debe casarse para su propio bien y desarrollo? Muy sencillo. “Ten relaciones sexua¬les cuidándote de cumplir con esos tres requisitos y Dios mismo bendecirá tu unión, pues habrás tomado el camino para algo definitivo.”
Qué profunda desazón, qué intensa amargura me produjeron las palabras de Dhamar. Y no tanto por haberme hecho asimilar las intenciones escondidas de esa receta mágica, cuanto por haberme tildado discretamente de lascivo e incontinente sexual.
—Pues entonces —respondí altamente irritado, sin medir mis palabras— tendré precaución en no cumplir con esos puntos porque a mí no me casa nadie.
Dhamar se encogió de hombros. Inmediatamente me arrepentí de lo dicho y quise desdecirme para componer lo descompuesto.
—A no ser que sea con alguien como tú…
Mi amiga no dio señales de haber escuchado el último comen¬tario. Me aclaré la garganta y cambié de tema preguntando:
—¿Y qué otras cosas de interés has leído en las revistas del doctor?
—Muchas.
—¿Cómo habla de !a pornografía, por ejemplo?
—¿La pornografía? Dice que es la muestra más grande de la degradación espiritual del hombre, que quien es aficionado a ella se rebaja a la categoría de animal y perjudica su visión del amor. Pero, sin embargo, también aclara que sirve en algunos casos y por periodos cortos y controlados como elemento terapéutico para ciertas parejas casadas con problemas de inhibición o tedio: al¬gunas esposas alcanzan más fácilmente el orgasmo al contemplar la forma natural en que otras mujeres lo tienen (o fingen tenerlo) y los esposos sacian su curiosidad incontrolada evitando, con ese simple hecho, que traten de saciarla en el adulterio.
Alcé las cejas en señal de asombro. No se me había ocurrido pensar que algo con tan mala reputación pudiera ser útil en ciertos casos.
—¿Y de la masturbación qué dice?
—Que en los adolescentes y jóvenes varones capaces de abstenerse de ella se forja un carácter a prueba de todo, pero que, en caso de no lograrlo, no deben sentirse culpables ya que es un escape inocuo que evita relaciones sexuales destructivas.
La voz de mi madre se escuchó claramente llamándonos a la mesa. La comida estaba servida.
—¿Dejaste la revista en el carro? —pregunté echándome a caminar lentamente en obediencia inconsciente al llamado.
—Sí. Debajo del asiento.
No hallamos las hamburguesas en los platos, como esperába¬mos. Mamá había preparado un delicioso estofado.
—Dhamar acostumbra dar gracias antes de comer —comenté sabiendo que eso le agradaría a mi madre e inmediatamente, diri¬giéndome a mi invitada, le pregunté—: ¿Nos harías el favor?
—Claro.
Y dijo una oración sencilla pero hermosa. Pidió por nuestro hogar, por mi madre, por la presencia del Amor Infinito en nues¬tras vidas.
Después de eso la comida nos supo distinta.
Mamá no habló casi nada.
—¿Asaf es muy espiritual? —le pregunté a Dhamar recordando la cruz que había visto en el despacho del doctor.
—Lo ignoro. Sólo sé que es un hombre enigmático, lleno de sabiduría, aunque solitario, preparado, sensible, importante, pero humilde a la vez…
Aparté la vista. ¿Se burlaba de mí al describir, con ilusión, todo lo que yo NO era? Moví la cabeza. Tal vez mi inseguridad se estaba volviendo paranoia y comenzaba a suponer agresiones inexistentes.
Después de un rato cuestioné:
—¿Y qué hay de cierto en aquello de su próxima huida?
Dhamar sonrió y le explicó a mamá:
—Mi jefe es un médico extraordinario. Todos sus empleados lo queremos y lo admiramos. Guía más con el ejemplo que con pa¬labras. Es un gran líder, un hacedor de ideales, un soñador que no deja de actuar ni un minuto en pos de sus sueños. Dicen que él fundó la clínica, pero yo creo que él es la clínica. Cuando no está, su ausencia se detecta en el ambiente. Sin embargo, desde hace unos tres meses ha cambiado mucho. Parece tener una terrible dificultad porque está deshaciéndose apresuradamente de todos sus compromisos y se dice que ha puesto en venta el Hospital.
—Habrá tenido problemas con algún paciente —supuso mamá.
—Tal vez. Pero nadie sabe mucho de su vida íntima.
—¿No tiene familia? —pregunté.
—Su esposa murió en un accidente automovilístico el año pasado. Yo estuve en el sepelio. Vive totalmente solo. Le gusta la meditación y el yoga. Es estudioso de la ciencia pero también un filósofo, un místico, un hombre tan fuera de lo común que no me extrañaría que tuviera intenciones de pasar sus últimos años retirado del bullicio de esta ciudad.
Me incomodó la teoría. Todo lo que él hacía estaba en pleno proceso de crecimiento. ¿Cómo iba a dejar inconclusos tantos prometedores proyectos?
Cuando miré a mi madre me di cuenta de que su rostro se había puesto extrañamente apagado. Callada, absorta, atrapada en sus elucubraciones, se veía más vieja de lo que era.
No pude comer más. Me excusé diciendo que mi invitada vivía muy lejos y que teníamos que irnos. No probamos el pastel.
Dhamar, confundida, se despidió de mi madre y salió detrás de mí visiblemente enfadada por mi descortesía.
—¿Por qué tienes tanta prisa? —me preguntó apenas subimos al coche.
Pero no contesté. Me limité a conducir por la vía rápida en¬vuelto en un mar de confusiones.
Después de un rato insistió.
—Efrén, soy yo. ¿Podrías tener la gentileza de decirme qué pasó? ¿Por qué nos levantamos de la mesa tan repentina y grose¬ramente? ¿Por qué me involucras en esos arranques sin ponerme al tanto de tus razones?
Entonces me di cuenta de que era ella y que estaba ahí. A mi lado. Muy cerca de mí. Y que yo intentaba evadirme de su pre¬sencia para no enfrentar la difícil tarea de explicarle mis calave¬radas.
La tarde era fría y el tráfico fluía de manera excepcional. No me quedaba mucho tiempo. Llegaríamos a su casa en escasos veinte minutos.
—¿Por qué dijo tu mamá cuando salimos que no te demoraras mucho? ¿Por qué te advirtió que quería hablar contigo cuando regresaras?
Las manos comenzaron a sudarme. Apreté la mandíbula y sentí cómo las emociones contenidas se transformaban en palabras que no querían salir, en lágrimas que no podían fluir.
—Discúlpame, pero tengo un problema muy serio… —las fra¬ses quisieron deshilvanarse al pasar por mi garganta. Hice un es¬fuerzo y continué—: No es un secreto para ti que he tenido rela¬ciones sexuales con algunas chicas.
—Ésa fue tu plática de presentación…
Sonreí con tristeza.
Ante las mujeres siempre había aparentado lo que no era. Para lograr que me quisieran había fingido, mentido; pero a ella no podía ocultarle nada. Una voz interior más fuerte que mi propia voluntad me gritaba que debía serle honesto, aunque eso me costara su cariño.
—Hay una joven con quien tuve relaciones —comencé titubean¬te—, que quiere vengarse de mí… Sus padres estuvieron en la casa antes de que tú y yo llegáramos. Le dijeron algo a mi mamá. Por eso desea hablar conmigo en cuanto regrese.
Dhamar me miró con una chispa de inteligencia y preocupación sincera.
—¿La embarazaste?
No. No lo creo.
Guardó un largo silencio. Parecía como si repentinamente se sintiera parte de mi pena. Yo necesitaba escuchar una frase de apoyo, un consejo que me diera fuerzas, una palabra que me hiciera saber que a pesar de todo no estaba solo.
Dios nos ha hecho libres —comenzó con fonación suave— para que hagamos cada uno lo que queramos hacer… —su voz se quebró—. Fuiste libre de irte a la cama con ella, Efrén, pero la libertad está ligada a la responsabilidad. Debes dar la cara a las consecuencias y responder por tus actos… —hizo una larga pausa para controlar el evidente dolor que le causaba mi confidencia y siguió—: Pero por favor, no te preocupes. Ocúpate del problema en su momento.
Creí ver de reojo que una lágrima escapaba de sus ojos mientras ella la borraba rápidamente con la muñeca. Continuó:
-Quiero que sepas que, pase lo que pase, en mí siempre tendrás el cariño sincero de una verdadera amiga.
Tuve deseos de detener el coche y abrazarla. Lo más que logré hacer fue cambiar el automóvil al carril de baja velocidad y mur¬murar:
—Sería capaz de hacer cualquier cosa que tú me pidieras, Dhamar. Reparar mis errores del pasado, aunque eso significara perderte…
Sentí cómo se acercaba y recostaba su cabeza en mi hombro. Mantuve mi mano izquierda en el volante y levanté la derecha para pasarla detrás de su espalda y abrazarla fuertemente.
A los pocos minutos llegamos a su casa. Apagué el motor del auto y estuvimos callados, sin movernos, envueltos en el halo má¬gico producto de nuestra cercanía.
Ella rozó suavemente su mano con la mía. No pude soportarlo. Me volví de frente y comencé a acariciar su cabello, su rostro, su boca.
Levantó la cara para mirarme con gran intimidad. Sus ojos eran un cristal nítido que me permitía ver la belleza de su ser interior.
- Dhamar, te quiero tanto —murmuré.
Entonces nuestras bocas se encontraron en un beso dulce, po¬deroso, apasionado. Con la acompasada cadencia de nuestros la¬bios fundiéndose, con la enloquecedora sensación de nuestras lenguas reconociéndose, jugando a quemarse con ese fuego, con el auténtico ardor de nuestros cuerpos despertando, mi mente flotaba en otra dimensión. No la dejé intervenir mientras mi mano acariciaba su espalda, se deslizaba suavemente por su nuca, por su cuello, por su brazo, y se detenía enfebrecida en su cintura. Ella tampoco se permitió opinar al abrazarme.
Nos separamos después de un largo rato haciendo gala de una voluntad férrea. Luego la vi esconder su mirada y la escuché sollozar. No dijo nada. Accionó la manija de la puerta y salió de! auto para entrar corriendo a su casa.
Un desplante de ira y furor me hizo poner de inmediato el coche en marcha. Arranqué haciendo rechinar las llantas, mas me detuve en la bocacalle respirando agitadamente. Miré el reloj. Era temprano. No sabía si ir directo a hablar con mi madre pa^a que me pusiera al tanto del problema y poder dar la cara a los padres de Joana, o acudir sin más preámbulo a la casa de la muchacha para después poder dar la cara a mi madre…
¿Cómo actuaría un hombre maduro? La respuesta era evi¬dente.
Me dirigí rumbo a la casa de Joana. Mis manos aún temblaban y el nudo de mi garganta todavía no terminaba de disolverse. Llevaba en mi piel la sensación del amor. No podía permitir que el pasado se interpusiera en mi nueva vida. Debía cerrar ese libro para siempre.
Llegué a mi destino y detuve el automóvil en la acera de enfrente. Me froté las manos nervioso. Vi el enorme portón de aluminio y por un momento tuve deseos de cambiar la opción. Tal vez hablarle por teléfono… Pero mi madre me estaba esperando… Abrí la portezuela y salí del auto con menos decisión. Me detuve frente a la casa. Un perro enorme comenzó a ladrarme desde dentro. Oprimí el botón del timbre y el sonido metálico se escuchó hasta el exterior. Bien, ya estaba hecho. Me erguí en espera de que alguien abriera pronto, pero no fue así. Volví a llamar. Ahora el perro acompañaba sus ladridos con violentos golpes a la puerta No había nadie… Estaba oscureciendo…
Me dirigí al automóvil dispuesto a esperar que alguien llegara.
Encendí la luz interior del auto y busqué la revista del doctor Marín debajo del asiento. Ahí estaba. Comencé a hojearla. Deseaba calmarme. Entender lo que estaba pasándome. Darme ánimo y valor para enfrentarme tanto a los reclamos de mis pasados yerros como a las exigencias de mis nuevos sentimientos.
Amaba a Dhamar y estaba dispuesto a luchar por ella.
Encontré el artículo que me recomendó con tanto interés, “Los tres pilares del amor”, y una pregunta aguda comenzó a filtrarse por mi entendimiento. ¿Podría ella amarme a pesar de todo?
Estoy convencida de que si los jóvenes conocieran esos tres
puntos, aunque no tengan intenciones de contraer matrimonio,
sus relaciones amorosas serían mucho más exitosas.
Comencé a leer.

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