martes, 11 de mayo de 2010

5.. EL ABORTO..

Hola —dije, fingiendo espontaneidad—. No sabía que ibas a venir.
Me miró asintiendo muy lentamente con un gesto de franca desconfianza. Intenté darle un beso en la mejilla, pero levantó la mano para impedirlo.
—¿Estás enojada?
—¿Cómo quieres que esté?
—Discúlpame por la llamada de hoy. En cuanto comencé a sentir molestias pensé en comunicarme contigo. A mi parecer fue lo más honesto…
Joana endureció aún más su postura.
—¿A las amigas que te infectaron también solías dibujarlas en la clase?
Agaché la vista avergonzado.
—¿De qué me contagiaste, Efrén?
—No te contagié de nada. Quiero decir, las posibilidades son muy remotas, según leí, porque anoche todavía no me había brota¬do el absceso.
—¿De qué estás enfermo?
—Es algo muy común, una simple infección cutánea que se cura con pomadas; aunque insisto, no debes preocuparte —casi me mordí la lengua al mentir. A esas alturas el escozor era tan intenso que apenas me permitía caminar.
—¿Por qué no me lo dijiste de esa forma en la mañana? Tuve la impresión de que me habías transmitido algo muy grave deliberadamente y te estabas burlando de mí…
Me acerqué y la abracé, pero de inmediato noté un olor desa¬gradable en su piel o en su aliento y me separé incómodo.
—En realidad no vine únicamente a reclamar —aclaró—, sino a pedirte ayuda, protección.
—¿Protección?
—Se trata de Joaquín. Últimamente no deja de molestarme. Mis papas dijeron que anoche, mientras anduve contigo, estuvo esperándome frente a mi casa. Hace un rato volvió a buscarme, parecía un maniático. Dijo que me deseaba, que estaba dispuesto a todo por poseerme. Le tengo miedo. No sé cómo pude enamo¬rarme de un sujeto como él. Ahora no logro quitármelo de enci¬ma… Se ha vuelto muy agresivo, como si durante todo nuestro noviazgo hubiese fingido un papel de caballero para…
-¿Para…?
—Para que me acostara con él…
Me quedé callado asintiendo en mi interior. Era muy lógico. Los hombres, después de tener relaciones sexuales con una mujer de quien no estamos enamorados, solemos sentir un mayor deseo por ella y un menor respeto. Yo mismo ya no veía a Joana de la misma forma; la enaltecí y admiré varios meses, durante la fiesta de la vís¬pera se convirtió en mi sueño dorado, en la cenicienta por la que un hombre es capaz de tornarse príncipe, y ahora, después de lo ocu¬rrido, se había vuelto ante mis ojos una simple muchachita casqui¬vana a quien no me costaría trabajo volver a seducir. Los hombres sabemos que es más fácil seguir satisfaciendo nuestra libido con una mujer “degustada” anteriormente que iniciar una nueva con¬quista desde el principio.
—¿Has visto alguna de esas películas en la que el marido tiene una aventura amorosa con una mujer malvada? —le pregunté.
—¿Y que después usa el chantaje para hacerle ver su suerte a él y a su familia? Sí. He visto varias.
—¿Recuerdas lo agradable que parecía comerse la fruta prohi¬bida? ¿Recuerdas lo emocionante, lo excitante, de entregarse con esa pasión? ¿Y recuerdas la pesadilla posterior? Cuando tenemos sexo de manera liviana no sabemos con quién lo hacemos. Tú misma llegaste a pensar que yo quise hacerte un daño intencional para vengarme de algo, desconfiaste con justa razón. Los aficio¬nados a las aventuras sexuales fáciles podemos llevarnos desagra¬dables sorpresas porque quienes se prestan para nuestro juego eventualmente tienen traumas, complejos o intenciones diferentes a las puramente carnales. Al momento del cortejo las personas usan su mejor máscara para salirse con la suya, pero nunca se sabe, sino hasta mucho tiempo después, la verdadera clase de individuo que había detrás del antifaz.
Me sorprendí de los conceptos que estaba externando. Eran casi una confesión. Yo solía actuar así y expresarlo con palabras significaba una fuerte señal de alarma no sólo para la chica sino, sobre todo, para mí.
—Sin embargo, hay algo todavía más importante, Joana —con¬tinué—. Cualquier hombre, después de acostarse contigo, se sen¬tirá con ciertos derechos sobre tu persona, te verá un poco como de su propiedad y, aun cuando ya no quieras saber nada de él, te seguirá deseando y persiguiendo.
—¿Esto te incluye a ti?
—Sí. Por desgracia —sonreí maliciosamente—. Pero ahora ya lo sabes y estás a tiempo de correr…
—No juegues, Efrén—se acercó—. Realmente necesito que me ayudes y protejas…
Me miró a la cara como esperando que la besara pero inmedia¬tamente percibí cierta fetidez emanando de su boca.
Había algo diferente en ella, algo que no noté ayer, pero que definitivamente hoy me causaba repulsión.
Yo medía más de un metro ochenta de estatura y ella parecía casi tan alta como yo. Al verme titubear, recargó su cuerpo en el mío. La abracé mecánicamente.
¿Quién era realmente Joana? ¿Qué quería de mí? Su conducta parecía demasiado extraña para ser normal y una pregunta comen¬zó a flotar en mi mente antes de que me percatara de lo más grave. ¿Había caído en mis redes como supuse anoche o fui yo quien caí en las suyas…?
Entonces ocurrió.
Hice a un lado la cara para intentar separarme y al hacerlo sentí que la sangre se me detenía en las venas. En mi mente se dibujó vividamente una de las ilustraciones del libro de enfermedades venéreas.
En el cuello de la muchacha había infinidad de pequeñas manchitas rosas, como las que se presentan en la piel de las personas que padecen sífilis tardía.
Entre a mi casa agitado y subí la escalera llevando bajo el brazo la cinta sobre el aborto.
—¿Dónde andabas? —preguntó mamá cuando me acerqué a darle un beso.
—Con mis amigos.
—Te ha estado llamando una tal Joana. Me dijo que le urgía mucho hablarte. Me dejó su número.
—Gracias, mami. ¡Ah!, quería pedirte prestada la videocasetera de tu recámara para ver una película.
—Claro. Tómala.
Antes de abandonar el estudio de mi madre miré el libro sobre infecciones de transmisión sexual que había dejado en su sitio ligeramente salido de los demás.
—¿Te ocurre algo?
—No, no. Sólo pensaba que trabajas demasiado. ¿Haces otra traducción?
—Sí. Los gastos de la casa son cada vez mayores.
Me mordí el labio inferior y evadí su comentario dándole las buenas noches.
Cerré la habitación con llave tratando de apaciguar mi revolu¬ción mental y al conectar el aparato a la televisión portátil me di cuenta de que temblaba. Había entrado a un cierto estado de enajenación sexual. Sentía avidez por saber todo lo referente a mi deporte favorito y el tema del aborto, que, aunque se relacionaba sólo indirectamente, me causaba una gran angustia.
Aparecieron en la pantalla las letras que anunciaban la obra. American Portrait Films presentaba El grito silencioso, por el Dr. Bernard N. Nathanson. Me sorprendió ver que el protagonista era un médico ginecoobstetra que después de haber fundado una de las clínicas para abortos más grandes del mundo, practicado con su propia mano más de cinco mil abortos y cofundado la Liga Nacional para el Derecho del Aborto en Estados Unidos, en la actualidad se dedicaba a prevenir a la gente sobre la crueldad de esa práctica. Su cambio radical se debió a que ahora la medicina cuenta con recursos sofisticados, como la ecografía ultrasónica, la inspección cardiaca del embrión por medios electrónicos. la estreostocopía citológica, la inmunoquímica de rayos láser y muchos otros, con los que se ha logrado penetrar hasta el mundo del nonato y entender, a ciencia cierta, que el feto es un ser humano completo, cuyo corazón late, poseedor de ondas cerebra¬les como las de cualquier individuo pensante, capaz de sentir dolor físico y reaccionar con emociones de tristeza, alegría, angustia o ira.
Comenzaron a verse escenas asombrosamente realistas filma¬das en el interior del útero de una mujer, usando un aparato de fibra óptica llamado fetoscopio. Destacaban con increíble nitidez la fisonomía del pequeño, sus pies, sus ojos, su boca, su posición encorvada, su piel suave y delicada. Las imágenes no dejaban duda alguna de que entre ese “producto” y un ser humano completo, con garantías individuales y protegido por las leyes, no había ninguna disimilitud dramática, excepto el tamaño.
Puse una pausa para considerar la posibilidad de seguir viendo la película o retirarla de una vez. Tenía importantes razones para estar a favor del aborto; no quería cambiar mi postura respecto a él y sospechaba que de continuar la sesión me encontraría con serios problemas de equilibrio ideológico. Comprendía, sin em¬bargo, que no era coherente tener ideas tan firmes respecto a algo que en realidad desconocía.
Quité la pausa.
El feto flota en su ambiente acuoso, juguetea con el cordón umbilical y luego se lleva el pulgar a la boca. Succionando su dedo, traga un poco de líquido amniótico. Le sobreviene un ataque de hipo. Siente la mano de su madre que soba el vientre. Patea la mano. Percibe la risa de su mamá como un rumor sordo. Nota cómo ella le devuelve el golpecito y vuelve a patear. Al poco rato pierde interés en el juego y se queda dormido.
El doctor Nathanson menciona que en la actualidad puede considerarse al nonato como un paciente más, y que la ética elemental dicta al médico preservar la vida de sus pacientes.
—Ahora veremos por primera vez —dice—, a través de las modernas imágenes ultrasónicas, lo que hace el aborto a nuestro pequeño paciente. Presenciaremos lo que ocurre dentro de la madre, desde el punto de vista de la víctima.
La operación comienza.
Alternativamente se ven las imágenes de cuanto realizan los médicos fuera y lo que pasa adentro.
El abortista coloca el espéculo en la vagina de la mujer para abrirla y visualizar el cuello uterino. Inserta el tenáculo y lo fija. Mide con una sonda la profundidad del útero y aplica los dilatadores hasta que el camino está listo para introducir el tubo succionador. Mientras, en la pantalla ultrasónica se ve al feto moverse normal¬mente, serenamente; su corazón late a 140 por minuto; está dor¬mido, chupándose el pulgar de la mano izquierda. Repentinamente despierta con una simultánea descarga de adrenalina. Ha percibido algo extraño. Se queda quieto, como si se agudizaran sus sentidos para entender lo que está sucediendo fuera. El aparato ultrasónico capta la imagen de la manguera succionadora abriéndose paso a través del cuello con movimientos oscilantes, hasta que se detiene tocando la bolsa amniótica. Entonces la enorme presión negativa (55 mm de mercurio) rompe la membrana de las aguas y el líquido, donde flotaba el niño, comienza a salir. En ese preciso instante el pequeño rompe a llorar. Pero su llanto desesperado y profuso no puede oírse en el exterior. Inicia giros rápidos tratando de huir de eso extraño que amenaza con destruirlo. Su ritmo cardiaco sobre¬pasa los 200 latidos; sigue llorando, su boca se mueve dramática¬mente y hay un momento en el que queda totalmente abierta. Los aparatos detectan un grito que nadie puede escuchar. Los violentos movimientos del producto provocan que constantemente se salga de foco. Puede observarse a la perfección la forma en que trata de escapar, convulsionándose para evitar el contacto con el tubo letal, pero su espacio es reducido y el agresor lleva todas las de ganar. Finalmente la punta de succión se adhiere a una de sus piernitas y ésta es desprendida de un tajo. Mutilado, sigue moviéndose cada vez con menor rapidez en un medio antes líquido y ahora seco. La punta del aspirador nuevamente trata de alcanzarlo; los médicos la introducen buscando a ciegas; les da lo mismo arrancar otra pierna, un brazo o parte del tronco; para el asesinato en sí no existe ningún procedimiento técnico. El producto sigue llorando en una agonía impresionante que nunca antes había sido posible contem¬plar. El tubo vuelve a alcanzarlo, esta vez enganchándose en un bracito que también es desprendido. Negándose a morir, el cuerpecito desgarrado sigue sacudiéndose. La manguera jala el tronco tratando de arrancarlo de la cabeza. Al fin lo logra. El desmembramiento es total.
Entre el abortista y el anestesista se utiliza un lenguaje en clave para ocultar la triste realidad de lo que está sucediendo.
—¿Ya salió el número uno? —pregunta el anestesista refirién¬dose a la cabeza.
Ésta es demasiado grande para ser succionada por la manguera, de modo que el abortista introduce los llamados fórceps de pólipo en la madre. Sujeta el cráneo del pequeño y lo aplasta usando las poderosas pinzas. La cabeza, con todo su contenido, explota como una nuez y los restos son extraídos minuciosamente. El recipiente del succionador termina de llenarse con los últimos fragmentos de sangre, hueso y tejido humano del recién asesinado.
La embarazada que permitió que la filmaran era una activista de los derechos de la mujer. Cuando vio la grabación quedó tan impresionada y triste que se retiró de su grupo para siempre. El médico que practicó la operación era un joven que, a pesar de su juventud, había realizado más de tres mil abortos. Cuando pudo observar con los modernos aparatos lo que sucedía realmente en el interior de la madre, se retiró de su actividad conun remordimiento demoledor.
Por mi parte, no soporté más y adelanté la cinta.
Las escenas posteriores eran mucho más desagradables.
Se trataba de otro tipo de aborto, un legrado visto desde fuera.
Podía observarse la gran cantidad de sangre y líquido mezclado con pedazos de feto saliendo de entre las piernas de la madre. Finalmente, la cabeza completa.
Apagué el televisor y me dirigí al baño. Estuve inclinado en el lavabo durante varios minutos.
Al salir volví a encender el aparato y con cautela adelanté la película hasta el sitio en que ya no había más tomas reales.
Los protagonistas comentaban:
—”En Estados Unidos se calcula que antes de que esta práctica se autorizara había cerca de cien mil abortos ilegales anualmente y diez años después se registraban más de un millón y medio. Considerando que por cada aborto se cobra de trescientos a cuatrocientos dólares, tenemos una industria que por sus ingresos (de quinientos a seiscientos millones de dólares) figura entre las más poderosas y lucrativas del mundo. Lo anterior ha hecho que la millonada mafia oculta detrás de este teatro del crimen promueva los movimientos feministas y consiga bloquear gran parte de la información referente a lo que realmente es un aborto. Millones de mujeres han sufrido perforación, infección o destrucción de sus órganos reproductores como resultado de una operación de la que no estaban bien informadas. ¡La operación más frecuente en los países desarrollados nunca ha sido transmitida por televisión cuando, por ejemplo, los trasplantes cardiacos o de córneas, que son raros, se muestran al público orgullosamente! Y, por desgra¬cia, se cree que la cantidad de abortos seguirá creciendo, pues la mayoría de la gente es perezosa para instruirse y actúa sin saber lo que hace. Éste es un camino fácil que permite a las personas ignorantes seguir ejerciendo libre e irresponsablemente su sexua¬lidad. Pero los jóvenes instruidos no pueden estar a favor de algo así, no pueden ni siquiera mostrarse neutrales, pues la neutralidad sólo ayuda al agresor.”
Posteriormente se presentaban dramáticos testimonios reales de mujeres que abortaron. La mayoría de ellas manifestaba preocupa¬ción, recuerdos penosos, pesadillas posteriores, visitaciones y alucinaciones del niño abortado.
No lo soporté más.
Apagué el televisor hecho un mar de confusión. ¿Cómo había permanecido tanto tiempo apoyando algo así?
No tuve la menor duda de que el origen de todos los pecados del hombre está en la ignorancia. Hasta los mismos médicos abortistas practican su labor con una venda en los ojos oliendo el delicioso aroma del dinero. Pero el hombre no es malo cuando sabe. Es malo por ignorante…
Sentí unas ganas terribles de meterme entre las cobijas y llorar.
Hacía apenas unos seis meses había pedido un préstamo a mi madre diciéndole que era una cuota que exigía la Universidad.
Se lo di a mi ex novia, Jessica… para que abortara un hijo mí

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