martes, 11 de mayo de 2010

6.. EL PLACER SEXUAL.

EL PLACER SEXUAL.
Mi novia tuvo exámenes los cinco días de la semana que si¬guieron a nuestra discusión sobre el matrimonio y yo tuve mucho qué pensar, de modo que no nos vimos ni nos llamamos. Me sentía cual si hubiese ingerido un veneno lento que a cada palmo me mataba un poco más. Dejé de comer y de hablar casi completa¬mente . Por las noches daba vueltas en la cama sin lograr dormir; un par de veces me vestí en la madrugada y salí a las calles oscuras tratando de cansarme para conciliar el sueño, pero aun así con¬tinuaba insomne e inapetente.
El viernes, al llegar de la escuela encontré un recado de Dhamar en la contestadora telefónica. Decía que había llamado para despedirse pues iba a acompañar a su padre en un viaje de trabajo durante diez días. Me dejaba el número telefónico donde posible¬mente la encontraría si deseaba hablarle por larga distancia.
Repetí la grabación varias veces para escuchar su voz. El proyecto que tenían de ir a radicar a otra ciudad era muy real. Una y otra vez me preguntaba qué podía yo hacer al respecto. No estaba en condiciones de ofrecerle nada. En el trabajo había comenzado a ganar un buen sueldo; sin embargo, me faltaban once meses para terminar mi carrera profesional y al menos otros once para ahorrar lo mínimo indispensable antes de estar en condiciones de casarme. Cómo me lamenté de haber perdido tres años vagando cuando salí de la preparatoria. Un adolescente nunca valora el tiempo que mal¬gasta al dejar el estudio por amigos y fiestas, pero la vida es como un enorme restaurante de autoservicio en el que tenemos absoluta libertad de tomar lo que nos plazca y comerlo: todo se va anotando en nuestra cuenta y tarde o temprano tendremos que pagarlo… a un precio muy alto.
A fines de la semana siguiente mi quebranto comenzó a hacerse obvio. Unas enormes ojeras grises me bordeaban los párpados, Ia
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vista vidriada y el rostro sin rasurar me hacían parecer una ca¬ricatura de mí mismo. Cumpliendo con mis obligaciones mecá¬nicamente, transcurrieron otros cinco días más. El miércoles no fui a trabajar. Le pedí a mamá que me reportara enfermo. Y lo estaba: enfermo de melancolía, de impotencia, de soledad.
—¿Hoy tampoco vas a desayunar?
—No tengo hambre, mamá.
—¿Qué es lo que te pasa?
—Nada…
Mi dormitorio estaba hecho un verdadero desastre. Se acercó haciendo a un lado con el pie la ropa sucia, libros y basura que cu¬bría el suelo.
—Dime Ia”verdad, ¿tienes problemas? – Negué con la cabeza.
—¿Se trata de Joana? — insistió.
—No. En lo absoluto.
—¿Entonces de Dhamar…?
Sentía un gran amor por mi madre, de modo que la miré direc¬tamente a los ojos y le contesté:
—Sí… Se va a ir a vivir con su familia a otra ciudad. Muy le¬jos. No concibo la idea de perderla.
Ella sabía que mis sentimientos hacia ella no se trataban de un capricho sino de algo muy grande y también adivinaba mi inca¬pacidad para responder como el corazón me lo pedía.
—Si puedo ayudarte en algo…
—Gracias —tomé su mano con respeto—, pero nadie puede ha¬cer nada —era verdad.
Asintió muy lentamente y luego sonrió.
—Te tengo una sorpresa. Hoy llegó una carta para ti.
Me puse de pie pensando en Dhamar. Pero de inmediato me desvanecí otra vez sobre la cama. Era improbable que me escri¬biera.
—¿De quién es?
Me la entregó.
—Descúbrelo tú mismo.
Le di vueltas al sobre con extrañeza. En el remitente aparecía una dirección extranjera, calle ininteligible en cierto poblado de Nueva Inglaterra y el nombre de una persona llamada…
—¿Marietta…? —sentí un escalofrío lento y electrizante—. ¿Mi hermana?
Mamá sonrió asintiendo con ternura y se retiró de mi habitación dejándome boquiabierto.
¡Qué misterioso era el pasado de mi familia! ¡Cuánto desasosie¬go me producía encontrarme de frente con sus indicios! Si Marietta sabía nuestro domicilio, ¿por qué tardó tanto tiempo en escribirme?
Tuve el sobre en mis manos sin atreverme a nada durante varios minutos. Lo abrí temblando.
La letra era muy prolija. Comencé a leer con avidez sin imaginar la importancia que ese mensaje tendría para mi futuro.
Efrén:
Tal vez te parezca extraño recibir esta carta. Ha pasado toda una vida desde que nos separamos, pero nunca te olvidé. Las circuns¬tancias nos hicieron crecer lejos el uno del otro; sin embargo, tengo muy claro en mi mente tu recuerdo. Siendo apenas una niña solía ayudarle a mamá a bañarte y a preparar tu biberón. Sentía una gran ternura por ese bebé frágil y temperamental que tú eras. No te conocí mayor. Siempre me pregunté cómo serías físicamente, cómo reaccio¬narías ante los problemas. Te imaginaba impulsivo, igual que yo, pero con un gran corazón, como mamá.
Últimamente he tenido mucho tiempo para reflexionar y echar a volar la imaginación. Me casé hace dos años y estoy en las etapas finales de un embarazo de alto riesgo, lo que me mantiene en cama casi todo el día. Quiero decirte algo que tal vez te dé gusto: he acordado con mi esposo que si nuestro hijo es varón se llamará Efrén. Yo, incluso, he pensado que tal vez se parezca un poco a ti, ¿sabes? Mi vida es muy feliz ahora. Por eso me he decidido a escribirte. Supe que has tenido algunos altibajos emocionales muy fuertes y, como yo también los tuve, he querido compartir contigo cómo fue que hallé un sentido diferente a mi existencia.
¿Altibajos emocionales? Detuve la lectura consternado. ¿Acaso mamá le habría hablado de mi vagancia anterior a la universidad o le habría contado cosas más recientes, como mis desplantes sexuales o mi problema con Joana? Seguramente había sido así, pero no me enfurecí. Conociendo la historia de mi madre ya no tenía cara, ni ánimo, para reclamarle nada y respetaba su autoridad sobre mí, aunque eso no hacía disminuir la vergüenza que me embargaba al pensar en lo que hubiera podido decirle a mi hermana. Continué leyendo ansiosamente.
En la juventud no existe asunto más importante que el amor y el sexo. Esto, aveces, nos hace perder la visión del futuro y se convierte en la parte fundamental del presente. Yo sé que desde hace muchos años has luchado por equilibrar tu relación con las chicas, sé que has tenido tropiezos serios, y quiero abordar ese tema en esta carta. Antes debo advertirte que fui educada siempre según las normas del Crea¬dor y aprendía amarlo de manera abierta y prioritaria. Caminé desde muy chica con el Señor y crecí lentamente en su silencio vivificante. Mis dirigentes religiosos me ponían un alto tajante en la cuestión sexual y eso me causaba una gran confusión. Yo no estaba de acuer¬do. Sabía que si el sexo era malo la Fuente de Bondad Infinita no lo hubiese creado. En mi juventud las tentadoras invitaciones para irme a la cama con los muchachos eran cosa de todos los días. Tuve un noviazgo largo y paulatinamente me fue más difícil abstenerme de la relación sexual.
Un día llegó a mis manos un libro de la Biblia llamado El Cantar de los Cantares y alguien que me ayudó a interpretarlo. Ese libro me hizo entender las intenciones de Dios para la pareja, me hizo sentir libre y sumamente feliz. Verás, al estudiar tal poema encontré algu¬nas respuestas que me dejaron asombrada. Tal vez, como a mí, te cueste trabajo comprenderlo a la primera lectura y tengas que re¬leerlo, pero finalmente te darás cuenta de cómo el amor de la pareja llega a su clímax no con palabras románticas ni con ejercicios es¬pirituales sino en la más extraordinaria fusión de sus cuerpos. A continuación te escribo un fragmento de cuanto te estoy diciendo. Los recién casados están en su noche de bodas. Verás cómo el varón be¬sa a su esposa en el rostro, la admira semidesnuda, cubierta por ropa interior transparente, descubre el velo y va admirando sus mejillas, su boca, bajando con dulces susurros a lo largo de su cuello, de sus senos, hasta llegar al monte de venus, y estando ahí, saborea sus amores, más gustosos que el vtno, que los perfumes y que todos los bálsamos del mundo. La invita después a ella a explorar sus zonas erógenas, a acariciarlo desde “Ia cueva de los leones” hasta “los montes de los leopardos”, y ella lo hace con sus labios cálidos, an¬siosos, destilando miel, y no para sino cuando su lengua se llena de leche. Él admira la virginidad de su compañera, esa fuente sellada
pero húmeda, lubricada de corrientes vivas, y ella le tiende los brazos v se entrega totalmente, deseosa de que su amado entre en su cuerpo, al momento en que la voz de Dios les dice: “Disfruten, amigos queridos, embriagúense de placer”.
Yo no podía creer que tales descripciones, técnicas y métodos estuviesen en el Libro de Dios. Era un gran descubrimiento, pero así fue. Compruébalo por ti mismo.
ÉL: ¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres! Tus ojos son dos palomas escondidas tras tu velo; tus cabellos cual rebaños de cabras que ondulan por los montes Galaad. Tus labios son rojos como hilos de escarlata, tu hablar encantador. Tus mejillas, como cortes de granada. Tu cuello es semejante a la bella torre de cantería que se construyó para David, erigida por trofeos; de ella cuelgan mil escudos de valientes. Tus dos pechos, como dos crías mellizas de gacela que pastan entre las rosas. Antes que se haga de día y huyan las sombras, me iré al monte de la mirra, a la colina del incienso. Qué hermosos tus amores, más que el vino, y la fragancia de tus perfumes, más que todos los bál¬samos. Ahora ven tú, amor mío. Baja conmigo y contempla desde la cumbre del Amana, desde la cumbre del Sanir y del Hermón, desde la cueva de los leones, desde los montes de los leopardos. Qué gratas son tus caricias, tus caricias son más dulces que el vino y más deliciosos tus perfumes que todas las especies aromáticas. Miel virgen destilan tus labios. Hay miel y leche debajo de tu lengua; y la fragancia de tus vestidos como la fragancia del Líbano. Huerto eres cerrado, amiga mía, esposa, huerto cerrado, fuente sellada. ¡Fuente de los huertos, corriente de aguas vivas, corrientes que del Líbano fluyen!
ELLA: ¡Levántate, ven, amado mío! Sopla en mi cueva, que exhala sus aromas! Entra, amado mío, en mi huerto y come sus frutos exquisitos!
CORO: ¡Comed, amigos, bebed, oh queridos, embriagaos! (CNT4. 1-16).
Efrén. Esto es sólo una pequeña muestra de la Biblia, un libro cuyo análisis detallado puede cambiar, como lo hizo conmigo, mu¬chas de las ideas fundamentales de tu vida.
Cuando supe que mi hermano menor, a quien aun a través de la distancia y el tiempo siempre he querido, tenía algunos problemas con mujeres, quise compartirle algo que fuera más allá de un simple consejo, poner a su alcance la madeja de un hilo que cuesta mucho trabajo asir y más aún j alar, pero que una vez tomado de él podrá conducirlo por caminos de paz inigua¬lables. Me refiero a la madeja del hilo que te llevará a Dios, Efrén. Él te llama, tiene los brazos abiertos a ti. Mientras sigas buscando otros motivos de vivir lejos, incomunicado, seguirás vacío, dando tumbos, sufriendo, como un sediento en el desierto. Entiéndelo, por favor. La arrogancia y el orgullo forman la úni¬ca barrera capaz de separarnos de su amor. Deja de darle la espalda. Busca gente que esté cerca de Él, únete a ellos, aprende a caminar, a asirte de ese hilo irrompible que te dará verdadera vida. Dios diseñó para ti un cuerpo fundamentalmente sexual, pero no para que lo andes malgastando por el mundo como si no valiera nada. ¡El placer erótico es un diseño divino, algo pla¬neado, organizado y ordenado por el Creador! Y no me refiero a su papel como preservador de la especie, sino a su estricta función de gozo y deleite. Ahora, comprende clara y definitiva¬mente la esencia de cuanto trato de decirte: Dios le da ese regalo a los hombres, Efrén. Un regalo para compartir con su pareja definitiva. UN REGALO DE BODAS.
Me detuve impávido, incrédulo de cuanto estaba leyendo. Era verdad que la arrogancia, el orgullo y la autosuficiencia me habían mantenido alejado de toda entidad espiritual, pero también era cier¬to que yo nunca había hallado comunión con un Dios ajeno a mis impulsos físicos. Ahora me daba cuenta de mi error.
Dejé la carta de Marietta a un lado y fui en busca de la Biblia de mi madre. La hojeé hasta hallar El Cantar de los Cantares y revisé párrafos al azar.
ELLA: Yo dormía, pero mi corazón estaba despierto… Oí que mi amado llamaba a la puerta… Él metió la mano por el agu¬jero de la puerta y eso estremeció mis entrañas…! (CNT.5.2-4). (¿Metió la mano por…?) Me salté los renglones con avidez.
Leí cómo la mujer desnuda bailaba una danza sensual para él. Él la admiraba de pies a cabeza y finalmente la atrapaba para llenarla de besos y caricias, describiendo la dulzura de cada parte del cuerpo femenino, y ella se daba completa, diciéndole a su amado que sa¬ciara sus deseos… (CNT. 7.1-10).
Volví la vista sobre las líneas del libro y reflexioné mientras releía.
¿Entonces aquellas ideas que calificaban el sexo como algo sucio o pecaminoso provenían de personas que malversaban la Palabra amoldándola a su estrechez mental? ¿Los santurrones interpretaban con candidez teológica lo que era vibración pura?
También comprendí, al fin, por qué los jóvenes fornicadores rechazábamos a Dios con tal vehemencia: habíamos tomado su regalo por anticipado. Era como si un padre prometiera el obsequio de bodas más extraordinario a su hijo amado y éste, impaciente, lo hurtara para gozarlo antes de lo pactado. Seguramente el padre, inteligente y comprensivo de las debilidades humanas, perdonaría el robo y seguiría amando al muchacho, pero éste, en cambio, no sería capaz de volver a mirar a su progenitor a la cara.
La carta de mi hermana terminaba con un párrafo que releí varias veces:
No sigas rechazando a ese Padre espiritual. Él sabe tus debilidades, te conoce muy bien y perdona todos tus errores del pasado. Sólo tienes que estar dispuesto a cambiar, a entregarle tus actos futuros a Él.
Moví la cabeza consternado. Era difícil creer que existiera un amor, una bondad de ese tamaño. Mi hermana se despedía sin hacer otros comentarios. Tomé las hojas y las revisé por frente y vuelta buscando con nerviosismo algo extra. Cientos de dudas se agolpa¬ban en mi mente. ¡Ella vivió con mi padre, creció a su lado! ¿Dónde habían estado todo ese tiempo? ¿Cómo falleció él? ¿Eran correctas mis suposiciones de que al quedarse sola fue enviada a un orfanato religioso? ¿Y por qué? ¿Por qué la misiva no explicaba más?
Un remolino de emociones azotaba y hacía temblar los cimientos del recinto en que habitaba mi verdadero yo. Me sentía asustado, desesperado. ¿Qué estaba ocurriendo? El concepto de Dios rutilaba en la oscuridad de mi ser. Me asomé por la ventana. Afuera llovía. Si salía a mojarme no conseguiría nada. Me eché sobre la cama metiéndome debajo de la cobija; la cabeza me punzaba. Sin saber cómo, me quedé dormido.
Desperté tres horas después. Mi cuerpo parecía estar mejor pero, por dentro, el cúmulo de presión había llegado a su límite. Me incorporé y di vueltas en el cuarto como un león enjaulado repi¬tiendo una y otra vez el nombre de Dhamar.
Sobre mi escritorio había un paquete con una tarjeta para mí. Lo tomé para revisarlo. ¿Un regalo? ¿Con motivo de qué? Lentamente comencé a quitarle la envoltura. Era un portafolios como el que yo había querido.
Salí de la habitación y fui a buscar a mamá. Últimamente mi relación con ella iba de maravilla.
Se hallaba en la cocina preparando algo para comer. Le di un beso y puse el portafolios sobre la mesa.
—Gracias —comenté con voz baja.
Las paredes comenzaron a darme vueltas y tuve la sensación de estar flotando.
—¿Qué te dice Marietta en su carta?
—Consejos muy bellos —repentinamente sentí un nudo en la garganta y los párpados se me llenaron de lágrimas—, para que sepa conducir mi vida amorosa…
—Le platiqué algunas cosas sobre ti… Discúlpame…
—No te preocupes… Estuvo bien…
Entonces aconteció. No pude más. Me di la vuelta cortando bruscamente la charla al sentir cómo comenzaba la deflagración de mi ser. Caminé velozmente hacia el cuarto de baño, aseguré la cerradura y me solté a llorar con mucha fuerza. En un minuto estaba bañado en lágrimas. Me miré al espejo aterrorizado de lo que me ocurría. Al llorar inhalaba y exhalaba profundamente, enmedio de una gran desesperación; me cubría el rostro con las manos y me frotaba las mejillas en un prolongado, tétrico, interminable, gemido de dolor. Comencé a murmurar: “¿Qué me pasa, Dios mío? Sólo dime qué me pasa, Señor; no entiendo. Dios mío, ¿qué tengo? ¡Ayúdame, Señor…!” Y mientras decía esto, lloraba inconteni¬blemente. Algunos minutos después logré controlarme. La herida estaba abierta y el dolor me mataba, pero había conseguido detener el raudal de lágrimas y me limpié el rostro con un papel.
Salí del baño y fui a mi habitación. El portafolios que dejé en la cocina había sido devuelto a mi escritorio. Iba a encerrarme con llave cuando mamá apareció en la puerta. Tal vez en ese momento se decidió toda mi vida. No me preguntó qué tenía. Me dejé caer sobre la silla y la miré deseoso de confesarle lo débil y abatido que estaba. Pero, ¿cómo expresarlo con palabras? ¿Cómo decirle que todo empezó cuando vi la película del aborto; que después de tantas compañeras de amor me sentía el hombre más solo de la Tierra; que ahora había encontrado a la mujer de mi vida pero no tenía nada que ofrecerle, que estaba a punto de perderla; que deseaba entregarme a Dios pero no me sentía digno y no sabía cómo hacerlo?
Se acercó a mí y yo, en vez de hablar, rompí nuevamente a llorar, primero agachado, refugiado entre mis manos, y luego rodeando desesperadamente su cintura con mis brazos. Mi madre jamás me había visto así… y era evidente que mi dolor le dolía.
—¿Es en verdad por Dhamar?
Levanté la cara.
-Sí…
—Pues entonces, Efrén, cásate con ella. No tiene sentido este sufrimiento. El amor se encuentra una vez y no se deja pasar. Si ella también te ama, no tengas miedo. Yo te conseguiré el dinero que pueda. Van a estar mal al principio, pero juntos. ¿Eso no vale pagar el precio?
—Sí, mamá —murmuré sindejar de sollozar—, sólo que no estoy preparado. Necesito tener una posición más sólida, terminar mi carrera. Desperdicié mucho tiempo y ahora…
—Tonterías, Efrén. Siempre has reprimido tus sentimientos porque eres sumamente frío y calculador, pero no puedes sacrificar tu vida sólo porque crees que las cosas deben hacerse de un modo nada más.
Inhalé hondo. El dolor era muy grande y las razones muy ob¬vias. Me puse de pie, abracé a mi madre con enorme fuerza y Ie di las gracias.
Era increíble. ¡Increíble! La presión interna comenzó a des¬cender.
Todavía llorando un poco, corrí al teléfono.
Busqué el número de larga distancia y lo marqué temblando. La línea dio el tono de llamada. Cuando descolgaron sentí un nuevo temor. Había decidido tocar a la puerta, pero eso no significaba que la puerta se abriría.
Dhamar no estaba ahí. Me contestó su padre y me dijo que la podía hallar en dos horas. ¡Dos horas! Fueron las dos horas más largas de mi existencia. Vi, sentí, viví cada segundo con el reloj al frente. A los ciento veinte minutos exactos volví a marcar.
La voz de Dhamar contestó y me que quedé paralizado al escu¬charla.
—¿Bueno? —insistió.
—Soy Efrén.
— ¡Hola! ¡Qué gusto oírte! ¿Por qué no me habías llamado?
No podía hablarle de cosas superficiales teniendo algo tan im¬portante que expresar. Comencé a hacerlo sin soltura, tartamudean¬do, mordiendo las palabras, luchando contra el nudo de la garganta.
—Dhamar… Te hablo para decirte que te quiero para siempre… Que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por ti… El amor es o no es, ¿recuerdas?
—¿De qué hablas?
—Deseo que seas mi esposa… Sé que no es la manera correcta de pedírtelo, pero no puedo esperar hasta que regreses… Por favor. Han pasado más de quince días sin vernos y en este tiempo, estando lejos, aprendí que te quiero a mi lado todos los días del resto de mi vida…
Se quedó callada. Su reacción fue de asombro, de incertidumbre. No se alegró, sólo se sorprendió. Incluso me dio la impresión de estar un poco asustada. Preguntó si yo lo había pensado bien y luego me aclaró que ahora era ella quien debía pensarlo.
—Pero tú me dijiste que te casarías conmigo si te lo pedía.
—Y no me retracto, Efrén… Sólo que…
-¿Qué…?
Silencio.
—¿Cuándo regresas? —le pregunté.
—El próximo domingo, más o menos como a las tres de la tarde. ¿Te parece si lo discutimos entonces?
—Claro —sonreí—. Dile a tu papá que procure llegar puntual. El domingo a las tres de la tarde estaremos esperándote en tu casa.
—¿Estaremos?
—Sí. Mi madre y yo… —apenas pude concluir—: para pedir tu mano…


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