martes, 11 de mayo de 2010

7.. EL PAPEL DE LOS PADRES

EL PAPEL DE LOS PADRES.

Salí del consultorio como una araña que escapa a rastras de su madriguera recién fumigada.
Eran ya las tres de la tarde. Dhamar había cerrado el cancel exterior en espera de que terminara la última consulta para ir a comer. Llenó mi recibo sin decir una palabra; luego me dio las gracias y se despidió con una sonrisa de cortesía. Atravesé el dintel lentamente y me encontré de pie en la calle viendo pasar coches, mujeres, hombres, inmóvil como un vagabundo que no sabe, ni quiere saber, el rumbo que ha de tomar. A los pocos minutos salió Dhamar, pasó junto a mí y echó a caminar por la acera resueltamente.
Sin darme tiempo a pensarlo, la seguí. Necesitaba sobremane¬ra hablarle, pero mi especial estado de ánimo me impedía desen¬volverme como otras veces. Se detuvo en una esquina en espera del cambio de luz del semáforo.
—Dhamar —proferí—; disculpa tantas molestias, pero, ¿me podrías recomendar un sitio cercano para comer?
La muchacha se volvió con naturalidad.
—Claro. En esta zona hay varios restaurantes buenos. Depende de lo que apetezcas.
—¿Por qué no lo escoges tú —Ia interrumpí angustiado— y me permites invitarte?
Negó con la cabeza.
—Lo siento. Tal vez otro día.
—Por favor —imploré con verdadera avidez—, necesito mucho desahogarme con alguien.
Hizo un gesto de extrañeza y me observó desconfiada.
—Lo siento…
Y al cambio del semáforo echó a caminar. Dudé por un se¬gundo, pero sólo por un segundo. Caminé tras ella.
—No me lo tomes a mal. Me gustaría intercambiar ideas con una muchacha joven como tú… Si me atreviera a preguntar a al¬guna amiga sus opiniones respecto a problemas íntimos segura¬mente pensaría que trato de insinuarle algo. Contigo es diferente porque no te conozco. Ignoro si eres casada, viuda o comprome¬tida. Lo único que sé es que me inspiras una gran confianza y que estás aquí justo ahora que estoy pasando por esta crisis.
Llegando a la otra acera se detuvo. Su mirada se suavizó al detectar un viso de honesta tribulación en mi rostro.
—¿Te gusta la comida china? —preguntó.
Sonreí y me encogí de hombros.
—Lo que tú quieras está bien.
—¿Visitan muchos pacientes solteros al médico? —pregunté en cuanto nos sentamos.
—Muy rara vez.
—¿Y sabes cuál es la razón por la que vine yo?
—No… Y no tienes que decírmela.
—Pero quiero hacerlo.
En verdad era una situación asaz extraña. Ambos lo sabíamos, y eso le daba al momento un toque mágico y peligroso.
—Muy bien… Te llamas Efrén, ¿verdad? ¿Por qué viniste a ver a un terapeuta sexual?
La muchacha no se andaba con rodeos.
—Pues porque… —me detuve como el niño que se halla frente a la vitrina abierta después de implorar un dulce, dándose cuenta de que en realidad no se le antoja ninguno—. Me he percatado de que mis ideas respecto al sexo prematrimonial son equivocadas y me causan daño. Por lo que… bueno, no me mires así, no soy degenerado ni pervertido. La mayoría de los jóvenes pensamos lo mismo y te aseguro que hay muy pocos deseosos de cambiar como yo. Por eso vine.
Dhamar asintió, tratando de leer entre líneas la verdadera razón de todo eso. Ni yo mismo la sabía.
El mesero, mitad oriental, mitad latino, se acercó para mos¬trarnos la carta. Después de echar un vistazo al ininteligible menú, opté por ordenar un platillo convencional. Ella, en cambio, pidió otro que sólo pronunciarlo resultó una proeza.
—Llevo tres años trabajando para el doctor Asaf —comentó— y me he dado cuenta de que siempre investiga los antecedentes familiares de sus pacientes. Dice que los arquetipos sexuales son algo que se aprende desde la más tierna edad.
—Pues a mí no me preguntó nada de eso. Se limitó a darme una cátedra tamaño regio.
Sonriendo acomodó su servilleta de tela sobre las piernas y, mientras lo hacía, preguntó en tono casual:
—¿De veras hizo eso?
Asentí, y entonces ella continuó:
—Pues tal vez tú mismo puedas hallar algo útil si analizas las influencias que tuviste en la niñez y adolescencia.
Era un buen comienzo para entablar comunicación. Acepté el juego.
—No recuerdo haber recibido ninguna enseñanza sexual. Sé que mi padre fue un gran hombre, pero no lo conocí. Mamá cometió un error, del que se arrepintió toda la vida, volviéndose a casar con otro sujeto que, aunque al principio parecía muy cortés y varonil, resultó alcohólico. El tipo nos hizo la vida de cuadritos. Un día cometió un delito… terrible y lo metieron a la cárcel.
—¿Tienes hermanos?
¡Maldición! Ése era precisamente el único tema que me disgustaba tocar.
—No —mentí y continué hablando para evitar que indagara más—. Mi madre siempre trabajó en grandes empresas y llegó a ser secretaria de dirección general. Sus ocupaciones eran tan absorbentes que convivíamos poco. Se iba muy temprano y en la noche, cuando volvía, apenas tenía ánimo para intercambiar un par de palabras antes de quedarse dormida. A ella nunca le gustó hablar de sexo. Y yo, jamás le pregunté. En la adolescencia mi única fuente de información fueron amigos, que estaban peor informados que yo, y profesores de biología, que promovían ampliamente la práctica del sexo entre nosotros.
Dhamar no se mostró muy de acuerdo.
—Pues yo no recuerdo a ningún maestro recomendándole a sus alumnos practicar el sexo.
—Lo hacen indirectamente —expuse con mayor aplomo y desenvoltura—. En las escuelas ordinarias comienzan enseñando el funcionamiento hormonal, luego detallan los pormenores ana¬tómicos del coito, el proceso de embarazo, y culminan con las deducciones sobre planificación familiar explicando cuidadosa¬mente el uso de anticonceptivos. Los actuales planes de estudio están exentos de información respecto a la problemática que causa el sexo prematuro. En las aulas se enseña CÓMO tener relaciones sexuales en vez de CÓMO NO tenerlas. Los jóvenes de hoy son curiosos, inquietos. Recuerdo que mis amigos y yo teníamos toda la teoría, sólo faltaba ponerla en práctica y uno por uno lo fuimos haciendo.
Dhamar se había quedado muy quieta escuchándome.
—Tienes razón. No lo había pensado. Pero lo que acabas de decirme refuerza la idea de que en el hogar debe suplirse la carencia de información que tienen los muchachos, incluso (o sobre todo) los que van a la escuela, respecto al ejercicio digno y honrado de la sexualidad.
Esa conversación me estaba resultando casi tan provechosa como la que tuve con el doctor, a diferencia de que no me causaba tanta aprensión. Sin embargo, comencé a sentir cierta tristeza al comprobar paulatinamente que mi madre tenía algo de culpa en lo que me pasaba.
—En mi hogar nunca ocurrió eso —comenté—. Es posible que los pocos consejos de mamá me hayan orillado, sin querer, aún más a la sensualidad. Ella siempre me dijo, desde mi infancia, que debía madurar, dejar de ser niño y comportarme como el hombre que ya era. Crecer se volvió una de mis principales metas. De alguna forma detestaba ser un adolescente insignifi¬cante. En la sociedad el concepto de adultez está estrechamente relacionado con el sexo. Todas las personas mayores se acuestan con sus parejas. La principal sensación que recuerdo de mi primera relación sexual era la de que al fin era un hombre. Los padres nunca se dan cuenta de la forma en que perjudican a sus hijos con esa urgencia de verlos crecer rápido. Hay etapas muy hermosas que los jóvenes dejan atrás sin haberlas disfrutado plenamente por culpa de sus padres.
El mesero llegó y colocó los platos.
—¿Se les ofrece algo más?
—De momento, no.
—Yo acostumbro dar gracias antes de comer —dijo Dhamar—. ¿Te molesta?
—Por supuesto que no.
Ignoraba si iba a proceder a hacer alguna ceremonia ritual extraña, pero simplemente inclinó su rostro y cerró los ojos unos segundos.
“Bueno”, me dije, “algún defecto tenía que tener.”
—Hay algo que es sumamente importante, Efrén —comentó inmediatamente después, al tomar una fritura de harina y comen¬zar a juguetear con la mostaza—. Se lo he escuchado decir al doctor Asaf varias veces. Las ideas sobre cómo relacionarse con el sexo opuesto se forman en la familia y se aprenden más por la contemplación de las obras paternas que por los consejos. Cuando alguien en su niñez presencia un buen modelo de amor conyugal, adquiere una gran confianza en la unión de la pareja y aprende a valorar el sexo como un acto trascendente. En cambio, si un niño observa discusiones o rompimientos maritales, crece con la idea de que casarse sería un gravísimo error, menosprecia las relaciones íntimas y satisface su necesidad de amor con aventuras superficiales.
No sé qué sentimientos privaban en mí al escuchar esas palabras. Frustración, pena, amargura. Tal vez los tres. Era curiosa la forma en que me enteraba del origen de tanto desen¬freno. En lo más íntimo de mi ser yo no confiaba en el matrimo¬nio, había padecido mucho viendo sufrir a mi madre temerosa de que su ex marido la encontrara y lo menos que deseaba era enzarzarme para siempre con alguien.
—Yo no tuve un buen modelo de amor conyugal —confesé y mi voz sonó ligeramente trémula, por lo que Dhamar detuvo el movimiento de sus cubiertos para mirarme—. Mi padrastro era alcohólico —repetí—, a veces golpeaba a mamá y… —lo que diría a continuación era algo que nunca le había confesado a nadie pero que repentinamente, y sin saber por qué, quería sacarlo de mí como si se tratara de escupir una hierba amarga—, mi hermana mayor, Marietta, falleció accidentalmente al irse de la casa huyendo de él…
Todo el rostro de Dhamar era un signo de interrogación. A cualquiera hubiera halagado ser escuchado de esa forma. A mí me aniquiló.
—Yo tenía escasos seis años —continué—, pero me acuerdo muy bien de cómo mi padrastro Luis rompía los muebles, lanzaba maldiciones y pateaba la puerta de la habitación donde nos escondíamos. Mamá nos abrazaba con fuerza y susurraba que nos amaba, que éramos su motivo de vivir, que nos necesitaba, y los tres llorábamos. Creo que a Marietta y a mí nos asustaba más verla a ella convertida en una niña indefensa que saber que nuestro padrastro, enloquecido, quería matarnos —me aclaré la garganta para evitar que se me quebrara la voz-. Jamás volvimos a ver a mi hermana después de que se fue… ¿Adonde pudo haber ido una niña de once años? Aparentemente se la tragó la tierra. Algunos años después supimos que había muerto…
Dhamar bajó los ojos apenada por cuanto acababa de escuchar. Trató de decir algo, pero se interrumpió. No tenía caso tratar de atenuar el dolor de algo que apenas era posible expresar con palabras.
—Realmente las actitudes de los padres tienen mucho que ver en la felicidad posterior de sus hijos —agregué.
—Mi caso es diferente —comentó como queriendo corresponder a mi espontánea sinceridad con la apertura total de sus confiden¬cias—. Papá es sumamente estricto. Hasta la fecha suele advertir¬me, con amenazas y regaños, que tenga mucho cuidado de dar un mal paso. Es cruel en sus advertencias, a veces me insinúa qu’e soy una perdida. Cuando llego tarde a la casa me pregunta con quién he estado y qué he hecho con él. Si le rebato implorándole que tenga confianza en mí, hace grandes aspavientos poniendo en tela de juicio mis palabras. Te confieso que para darle una lección más de una vez he estado dispuesta a acostarme con el primero que me lo proponga, pero la presencia de mi mamá me lo ha impedido. Si yo desafiara a mi padre ella estaría en medio de la tragedia. Mamá es una mujer dulce y tierna, ha sabido darme confianza. Sin suficiente autoestima los chicos sé arrojan a la marea sexual creyendo que en ella hallarán la seguridad que les falta.
Por mi mente cruzaba un cartelón escrito con una sola frase, contundente y dura: “Los padres no se dan cuenta de la enorme necesidad de amor que tienen sus hijos adolescentes “.
Tratando de controlar el exceso de emotividad que me sobrecogía, tomé una servilleta de papel y comencé a doblarla. Luego, imitando el volumen bajo y el tono íntimo de Dhamar, confesé:
—Un muchacho es capaz de hacer casi cualquier cosa con tal de sentirse querido y aceptado. Cuando mi hermana huyó, mamá y yo nos mudamos a un poblado rural con la esperanza de no volver a ver jamás a su esposo. Desde muy pequeño me quedé totalmente solo. Mamá duplicó su horario de trabajo para tener mayores ingresos y en cuanto crecí un poco busqué desesperada¬mente la seguridad de un amor sincero en el cuerpo de mi primera novia. Posiblemente, si hubiera tenido un hogar distinto, con un mínimo de aceptación y cariño, yo no hubiera necesitado tanto el calor femenino a esa edad.
Como ambos permanecíamos con nuestros platos casi intactos, el mesero se acercó para preguntar si nos había desagradado algo. Le contestamos negativamente y comenzamos a comer, pero ni ella ni yo teníamos hambre ya.
—¿Sabes? —agregué después—. Supongo que la revolución sexual busca como prioridad infundir confianza, lograr que las parejas se entiendan mejor, pero esto debe de ser un poco en¬gañoso, porque la mayoría de las mujeres obtiene malos resul¬tados en sus primeras experiencias. Muchas arrastran traumas que sólo se solucionan con el paso de los años, a base de muchos encuentros íntimos, al lado de una pareja comprensiva.
—Has tocado un punto neurálgico —aprobó Dhamar—. La mayoría de los hombres se desespera porque quieren que su pareja reaccione igual que ellos y no se dan cuenta de que esto es imposible. Casi todas las niñas y jóvenes son acosadas por hombres en el aspecto sexual, desde la forma más sutil hasta la más violenta; sólo que es algo que siempre se calla. Las mujeres aprendemos que somos vistas como objetos de placer; se nos infunde miedo; las que han tenido experiencias tristes adquieren pánico, otras desarrollan complejos de culpa, y el conjunto de esos antecedentes más tarde las bloquea… El hombre machista, si es soltero, termina desechando a su novia tildándola de “frígida”, y si es casado, pocas veces indaga las frustraciones de su mujer y, al no actuar con amor y paciencia, sólo consigue agravarlas.
Me quedé callado. Concluí mentalmente que la revolución sexual es un ídolo de barro, una falsa bandera que desorienta a los jóvenes. No hay nada de revolucionario en saltar de cama en cama. Eso se ha hecho desde milenios atrás. La libertad, la autoestima, la autonomía que tan legítimamente reclamábamos, debían lograrse por otros métodos. El sexo no servía para eso. A mí me constaba.
No pudimos comer ni siquiera la mitad de los platillos. Consideré la idea de pedir el mío para llevar, pero me pareció inadecuado.
Nos pusimos de pie. Extraje de mi cartera la tarjeta de crédito que mamá me había obsequiado y pagué.
—Gracias por haber aceptado mi invitación.
—La agradecida soy yo —contestó—. No es usual que alguien comparta sentimientos tan íntimos con una persona de la que ni siquiera sabe si es casada, viuda o comprometida.
Reímos.
—No eres nada de eso, ¿verdad?
Movió la cabeza sin dejar de sonreír.
—¿Me hablarás por teléfono?
—Por supuesto…
Aquella noche dormí con el pensamiento puesto en ella. Lo más curioso era que su imagen estaba exenta de atributos sexua¬les. Me había acostumbrado a clasificar a mis amigas por el potencial que tenían de acostarse conmigo y, sobre todo, por el tamaño de sus senos y caderas. Pero de Dhamar no recordaba otra cosa que sus ojos profundos y su delicada voz. Quedaba fuera de mi cuadro taxonómico y eso me enloquecía.
A la mañana siguiente salí en busca de trabajo. Repartí más de doce solicitudes movido por una energía inmensurable. Seguí haciendo lo mismo día tras día, entusiasmado con la idea de emprender un verdadero cambio en mi modo de vivir. Me comuniqué con ella varias veces y sus palabras de aliento se convirtieron en el combustible que me movía a crecer. Cuando quince días después fui aceptado en un banco como cajero, había tocado ya más de treinta puertas distintas.
La primera llamada telefónica que efectué desde el edificio de capacitación de mi nuevo empleo fue a la oficina del doctor Asaf. Le dije a Dhamar que me urgía verla cuanto antes, argumentando, sin ser cierto, que le había escrito una carta muy importante. Se mostró muy entusiasmada por leerla. La invité a cenar y aceptó, advirtiéndome que esta vez no se me ocurriera llevarla a un restaurante chino.
Tan pronto como llegué a casa después de mi primer día de trabajo, lleno de alegría subí a saludar a mamá, pero la encontré dormida, con un libro en la mano. Se lo retiré cariñosamente y la besé en la frente; apenas se movió, como agradeciendo entre sueños el rasgo. Tomé unas hojas de su escritorio y me dirigí a la mesa del comedor para escribir a Dhamar la carta prometida.
En la casa privaba un silencio total.
Puse una hoja en blanco frente a mí y antes de empezar comencé a juguetear con la pluma. Me resultaba arduo deshilar la madeja de ideas nuevas y difícil desenmarañar los sentimientos del corazón; era increíble que, con mi experiencia en seducir mujeres, tuviera tan enorme dificultad para redactar algo para la primera que quería bien.
El timbre de la calle sonó. ¿Quién podría ser?
Caminé a la puerta, pero antes de abrir un extraño presenti¬miento me detuvo.
Subí a grandes saltos hasta el primer piso para espiar por la ventana que daba a la calle.
Una daga helada de marfil me atravesó la cabeza.
¡Era Joana, y venía acompañada de sus padres!
Me oculté para que no me vieran. Volvieron a llamar. Deses¬perado cerré un puño buscando una solución.
“¡La señora Adela!”, grité para mí.
Corrí al cuarto de servicio y toqué vigorosamente.
La criada salió envuelta en una horrible bata a rayas.
—Adelita, por favor, ayúdeme. Allá afuera hay unas perso¬nas. Salga a ver qué quieren y dígales que no hay nadie en la casa.
El timbre volvió a sonar.
—¡Apúrese, antes de que despierten a mamá!
Adela salió. Espié por las persianas la breve conversación que sostuvo.
¿Qué significaba eso, Dios mío…?
Al cabo de unos minutos la señora Adela entró a la casa. La interrogué ávidamente:
—¿Qué pasó? ¿Dejaron algún recado?
—Dijeron que vendrían más tarde, o mañana.
—¿Nada más?
—Que tenían urgencia de hablar con su mamá y con usted…
Me sostuve la cabeza como si estuviese a punto de caérseme. ¿Era posible…? ¿Hice el amor con una mujer que ahora intentaba nacérmelo pagar caro…? Con toda seguridad había quedado embarazada de mí… o tal vez no de mí. ¿Era Joana tan impre¬sionantemente estúpida o tan terriblemente audaz…?
—Gracias, Adela. Puede subir a dormir.
—Hasta mañana, joven.
Volví a la mesa del comedor hecho una masa de preocupación, soledad, miedo, tristeza…
Tardé mucho antes de poder iniciar la carta a Dhamar.
Lo que redacté esa noche fue arrancado de lo más hondo de mi ser. Manché el papel con las lágrimas que rodaron por mis mejillas apenas comencé a escribir y con el sudor de mis dedos que empapó la pluma en cuanto la empuñé. Fue como meter la mano a la bóveda donde se guarda la esencia del sentimiento para limpiar de sus paredes las pústulas adheridas. Cuando terminé de escribir me quedé contemplando la carta como si supiera que estaba frente al parteaguas de mi vida.

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