martes, 11 de mayo de 2010

8..LA NOCHE DE BODAS.

LA NOCHE DE BODAS.

No obstante que el futuro prometía grandes sorpresas, la alegría se negaba a fluir de forma natural en mi fuero interno. Ignoraba la causa de esa profunda tristeza, de esa espina indefinible clava¬da en mi corazón, pero ahí estaba. Se lo conté a Dhamar esperando que ella pudiese ayudarme.
—¿Será por Joana? —me preguntó.
—No lo creo.
—¿Entonces por qué? Analiza los cabos sueltos de tu pasado. ¿Le debes algo a alguien?
Como chapuzón de agua helada cayó sobre mi entendimiento el recuerdo de una persona a quien había pretendido olvidar para siempre.
—Jessica… —murmuré.
—¿Quién?
Le platiqué a Dhamar de forma sucinta todo lo relacionado con aquella muchacha.
Mi novia palideció y no dije nada.
—Debo buscarla —comenté—, Jessica desapareció de mi vida después de que le di el dinero. Quizá no tuvo el valor de abortar; quizá el embarazo se malogró por alguna otra razón; quizá nunca estuvo embarazada —me puse de pie y tomé las llaves del auto—. ¡Tengo que saberlo, ver en qué puedo ayudarla, pedirle una dis¬culpa… no sé, al menos hablar con ella!
Subí a mi recámara por la libreta de domicilios y teléfonos. Cuando bajé, Dhamar seguía sentada en la sala con la vista perdida.
Quiero acompañarte —susurró.
En el camino permaneció en silencio. absorta con sus pensa¬mientos. Al llegar, sólo yo bajé del coche.
Toque la puerta de la casa. Un anciano abrió. Me informó que había rentado el inmueble hacía tres meses y que ignoraba adonde se habrían ido los inquilinos anteriores.
Le di las gracias y corrí al teléfono público de la esquina. Hojeé con nerviosismo mi antigua libretita y marqué los números de varios amigos que conocían a Jessica. Ninguno me dio señales de ella. Nadie conocía su paradero. Lo más que pude obtener fue el dato de que había abandonado la universidad poco tiempo atrás. Pasé más de treinta minutos en la cabina telefónica. Intenté por todos los medios saber de ella, pero fue inútil. Si alguien pudo darme información, no quiso hacerlo…
Caminé hacia el automóvil absolutamente desmoralizado. Dhamar se veía más tranquila.
—Es muy doloroso enterarme de todo esto —me dijo—. Pero sería más doloroso que me lo ocultaras…
Fuimos a la iglesia local para definir algunos detalles de la boda que habían quedado pendientes con el párroco.
Entramos al recinto y al mirar el enorme y silencioso templo nos quedamos de pie, inmóviles… Le pedí a Dhamar que me ayudara a orar. Deseaba hablarle a Dios, pedirle por aquella joven, por su hijo incierto, por que ambos estuvieran bien.
Mi novia me tomó ambas manos y se puso de rodillas. La imité. Cerró los ojos tocando su frente con la mía y comenzó a rezar muy despacio, entrecortadamente. No quise levantar la mirada porque me sentí indigno. Dejé que ella intercediera por mí. Ignoro si funcionó, pero de una cosa pude estar seguro: en ese momento algo muy profundo cambió entre Dhamar y yo.
Saliendo de la iglesia, me comentó:
—Últimamente te he notado muy extraño… Desde que regresé del viaje te has comportado… no sé… diferente.
Me senté en una banca de piedra y le pedí con una seña que se sentara a mi lado. Obedeció sin poder disimular su deseo de es¬cucharme.
—Cuando te fuiste sufrí mucho —comencé—. Esos días signi¬ficaron una pequeña muestra de lo que sería mi vida lejos de ti. Enfermé. Tuve un colapso nervioso… En mi delirio comprendí que era en verdad singular la forma en que Dios se comunica con los hombres: con cada quien a su tiempo, por medio de casualida¬des o a través de la voz de otros seres humanos… y entendí también que mi tiempo había llegado. Recordé la primera discusión que tuve con el doctor por la cruz de su despacho, tus oraciones antes de comer en el restaurante chino y en mi casa, la sensación de plenitud que me inundaba siempre al estar cerca de ti ya que, a tu vez, estabas cerca de Dios… Y finalmente me enfrenté con algo inesperado: una carta de mi hermana.
—¿Cómo dices? ¿Marietta te escribió…?
—Desde hace tiempo quería mostrarte su carta.
Extraje el sobre de la bolsa de mi camisa. La tomó con precau¬ción, como alguien a quien se le confiere el cuidado de un tesoro.
—¿Puedo leerla?
—Por supuesto… Debes hacerlo.
—¿Todo esto que te sucedió al separarnos modificó de alguna forma tu modo de pensar sobre el tema espiritual?
—No fue al separarnos. La transformación se operó muy lenta¬mente. Comenzó muchos meses atrás. Era como si fuerzas supe¬riores me hubiesen estado presionando para que levantara la cara.
—¿Y me puedes decir cómo piensas ahora?
—Por las noches visualizo el día en que llegaré al altar tomado de la mano nada menos que de quien ha de ser mi compañera para siempre. Cuando eso ocurra, me uniré a ti abierto a la presencia de Dios. Pienso que Él vive, que está muy cerca. No quiero que haga¬mos de nuestra boda un vulgar formulismo social. Nunca entendí esto, pero ahora creo que casarse es entregarse públicamente al Señor, una muestra con testigos de la humildad como pareja, un verdadero acontecimiento en el que debe sentirse la caricia iniguala¬ble de un padre celestial, infinitamente amoroso, que nos conoce muy bien, que perdona todos nuestros errores y que nos honra con la promesa de acompañarnos en esa extraordinaria aventura.
Dhamar me miraba con los ojos muy abiertos en un gesto de asombro superlativo.
–No lo puedo creer susurró apenas.
Los días siguientes pasaron sumamente rápido.
Seguimos al pie de la letra las instrucciones del doctor Marín: durante casi tres meses no nos tocamos. Y, aunque no fue fácil, salimos victoriosos.
Los organismos jóvenes se recrean tanto con el contacto físico que el experimento para medir si se trataba de amor verdadero nos pareció una contundente prueba de fuego. Era obvio que si todos los novios la hicieran la mayoría terminaría dándose cuenta de que sólo sus cuerpos se amaban. En nuestro caso comprobamos que, aunque teníamos mucho que aprender el uno del otro, sí existía una atracción superior, un magnetismo que iba más allá del sexo, más allá incluso de nuestras mentes y voluntades.
Todo lo anterior contribuyó a que la boda por la Iglesia fuese un acontecimiento verdaderamente portentoso. De rodillas frente al sagrario, rozando el costado de la mujer a quien me estaba enla¬zando en matrimonio, los ojos se me llenaron de lágrimas. Reviví sin querer el daño que causé a tantas muchachas y el rencor que abrigué hacia mi madre durante años. Nuevamente me sentí pe¬queño e insignificante ante la presencia divina, pero esta vez estaba realmente deseoso de que limpiara toda mi inmundicia… Entonces yo, que no me había sentido digno, yo, que no había sabido cómo hacerlo, me entregué total e incondicionalmente a Dios. Pidiendo perdón le ofrecí mi cuerpo, mis bienes materiales, mi vida en¬tera… Después de hacerlo respiré una infinita paz… Algo anor¬mal, incomprensible para muchos que puedan oírlo. Sentí clara¬mente que EL nos miraba y cuando el sacerdote levantó la mano para bendecirnos percibí que mi esposa estaba llorando y me apre¬taba el brazo con fuerza.
El padre de Dhamar no logró hacer el negocio foráneo que tuvo en mente y con el dinero ahorrado al cancelar su cambio de resi¬dencia, organizó como recepción de nuestra boda una verdadera fiesta. Echó, como suele decirse, la casa por la ventana. Hubo vinos exóticos, viandas extrañas, dos orquestas que tocaron alter¬nadamente las piezas más escogidas; dijo un discurso conmovedor y el doctor Marín hizo el brindis de forma jovial pero sustanciosa
A mí siempre me divirtieron las costumbres tradicionales de correr por todo el recinto al son de “Ia víbora, víbora, de la mar”, arrojar el ramo y luego la liga, cargar al novio entonando la mar¬cha fúnebre y aventarlo por los aires como muñeco de trapo, pero después de ser la víctima directa de tan singulares procedimientos no volví a juzgarlos como gratos.
A las ocho de la noche Dhamar y yo comenzamos a despedirnos de los invitados. Teníamos boletos de avión al Caribe y queríamos cambiarnos la ropa de boda por atuendos más cómodos y propios para la ocasión.
Nos acercamos a nuestro padrino de viaje de bodas. Le dimos las gracias por todo y lo abrazamos fuertemente.
El hombre parecía cansado y viejo, pero en su alegre mirada no dejaba de asomarse una sincera muestra de optimismo.
En los últimos días sus problemas se habían agudizado. Dhamar me dijo que vendió la clínica por razones y proyectos desconocidos que seguramente no eran, ni los unos ni los otros, nada halagüeños. Sentí tal cariño por ese hombre que tuve el intenso deseo de poder brindarle alguna ayuda, pero, ¿qué podía dar un jovencillo recién casado a un señor que lo sobrepasaba por mucho en edad, sabiduría, madurez, y que, por si fuera poco, era quien había financiado su viaje de bodas? Además, ¿ayudarlo en qué? Sus problemas eran se¬cretos. Y cuanto Dhamar y yo imaginábamos al respecto no pasa¬ban de ser simples conjeturas.
—¿Qué piensas, Efrén? —me preguntó el doctor Marín—. Te has quedado muy serio.
Y para no parecer misterioso me atreví a formularle una pre¬gunta que había pensado hacerle antes de irnos.
—Usted nos ha enseñado mucho. Estamos a punto de partir a una nueva vida y quisiera oír de sus labios un consejo más. Algo para recién casados.
El médico reflexionó unos segundos y, cuando iba a comenzar a hablar, mi esposa lo interrumpió:
—Alto, doctor. No nos diga nada sobre amor, comprensión o psicología. Háblenos de sexo. Usted es un terapeuta sexual y nunca nos ha dado un consejo específicamente de esa clase.
No pude evitar reírme por la agudeza de Dhamar. La abracé por la espalda. El doctor también sonrió.
—Muy bien —nos dijo—, pero antes les voy a hacer una pregun¬ta individual. ¿En la relación sexual creen que lo fundamental es satisfacer a la pareja o satisfacerse a sí mismo?
—Yo pienso —me apresuré a contestar— que lo principal es satisfacer al compañero. Pensar sólo en uno mismo sería usar a la otra persona como objeto para lograr un placer egoísta. Dicen que no hay mujeres frígidas sino hombres torpes…
—Y tú, Dhamar, ¿qué opinas?
—Igual que Efrén.
—Pues me alegra que me hayan pedido un último consejo, porque están en un error. Tan malo es actuar egoístamente, sin tomar en cuenta los sentimientos del otro, como concentrarse únicamente en que el compañero disfrute. El verdadero placer sexual se da en el punto medio. No deben preocuparse por los re¬sultados, ocúpense sólo de su entrega total, sin inhibiciones ni téc¬nicas. Busquen su propio placer y con ello, curiosamente, estarán proporcionando a su pareja el mayor deleite. No hay para un hombre algo más sensual que sentir entre sus brazos a su mujer disfrutando. Y a ella nada la excitará más que experimentar de cerca el ardiente placer de su hombre. En la medida en que tú goces harás gozar a tu compañero. Únanse pensando en el otro, pero sin altruismo heroico, sintiendo plenamente, entregados al momento presente, haciendo a un lado temores y dudas. Dejen que sus cuer¬pos se fundan en uno sin que estorben prejuicios, formulismos o maniobras, y verán cómo ellos sabrán lo que tienen que hacer.
En ese momento se acercaron a nosotros los tíos abuelos de Dhamar para felicitarnos. La orquesta tocó un vals y los caballeros se formaron para bailar con la novia, mientras las damas se dieron prisa en pedirme un fragmento de la pieza.
Joana y su madre, la oveja negra de la familia, llegaron al con¬vite bastante tarde. Por fortuna el militar agresivo no las acompa¬ñaba. Nunca supimos en qué terminó lo de su enfermedad ni lo de sus reclamos y amenazas, pues no acudió a las citas del doctor. Simplemente desistió de molestarme. Fingí no verlas y Dhamar también las ignoró.
Cuando el baile terminó tuvimos que apresurar nuestra despe¬dida y ya no nos fue posible decir al doctor más que un adiós desde lejos.
Mi madre nos abrazó muy fuerte en la puerta de salida y lloró con una mezcla de alegría y pena. Me prometí no dtejarla sola aunque estuviera casado- Dhamar mientras tanto se despidió de sus padres.
—¡Déjenlos ir! —se escuchó una voz entrometida de mujer—, se les hace tarde.
Y tomando de la mano a mi esposa, sin volver la vista atrás, ba¬jamos corriendo las escaleras hasta el vestíbulo donde nos esperaba el chofer.
Nuestra noche de bodas estuvo cargada de intensas vibraciones.
Como la Sulamita de El cantar de los cantares, Dhamar se pre¬sentó en la habitación con ropa transparente. Como el rey David, me acerqué a ella admirando su belleza y la tomé ardientemente en mis brazos. Mi esposa se dejó tocar, besar, acariciar, y curiosa¬mente desbordó un entusiasmo, sensualidad e imaginación que nunca esperé de ella.
Con la visión que me permitía haber conocido la conducta sexual incipiente de otras chicas me asombré mucho de que Dhamar no tuviera las aprensiones y complejos que muchas de las féminas más experimentadas me demostraron. Su entrega estuvo motivada por una energía amorosa “que yo desconocía… y me sentía mal por ello… sumamente mal.”Traté de hacer caso al último consejo del doctor Marín. Borrar mi cinta. Dejarme llevar, olvidando las ideas aprendidas con otras mujeres para aprender desde cero otras nuevas con mi esposa, pero no lo logré. ¡Cuando creía estar listo para la noche más romántica de mi vida, me di cuenta con terrible desilusión de que yo ya había hecho eso antes, muchas veces, y que aquellas experiencias insulsas, como un veneno en mi alma, se empeñaban en robarle el encanto a ésta! El sistema sexual de Dhamar estaba limpie, intacto; para ella todo era novedad. El mío, en cambio, estaba ensombrecido por las cicatri¬ces de muchas fornicaciones sin amor. Sin embargo, quizá por eso, la deseaba más que a nadie en él mundo, sentía una apremiante desesperación por fundirme en ella, por purificarme mezclando su
candidez con un hastío). Necesitaba su cuerpo virgen, su alma de niña… Esperando que no se diera cuenta de mi trauma, actué de la forma más relajada posible, pero, contra mi voluntad, las técnicas y costumbres sexuales se hacían presentes a cada paso. Viéndolo con los ojos del raciocinio, yo era un amante experto; pero viéndolo con los ojos del corazón era un pobre diablo. In¬voluntariamente me acordaba de escenas que ensuciaban el mo¬mento; automáticamente comparaba el cuerpo de mi esposa con otros cuerpos; me perseguían los detalles de antiguos actos se¬xuales; se me fijaba en la mente, como una película de repetición continua, el encuentro íntimo con Jessica y la presencia insustancial de un bebé… muerto.
Es cierto que fui bastante diestro en desflorar a mi esposa sin dolor y que con cierta facilidad logré llevarla al éxtasis, pero también es verdad que mis movimientos no fueron como los de ella, espontáneos, naturales, legítimos… ¿Era lógico lo que me ocurría? ¡La mayoría de los hombres acumula experiencias y técnicas antes de casarse! ¡El sexo prematrimonial es el deporte más popular! ¿Por qué ningún libro habla de las secuelas psicoló¬gicas que ello puede dejar? ¿Por qué no nos lo advierte nadie? ¡La “basura de reminiscencia” del doctor Marín era verdad! Me sequé el sudor de la frente. ¡Dios mío, era verdad!
Abracé a Dhamar con mucha fuerza tratando de comunicarle a través de los poros de mi piel la manera en que la necesitaba, pero tuve deseos de llorar cuando todo hubo terminado.
Me prometí buscar al doctor para preguntarle, urgentemente, cómo podía solucionar ese delirio de persecución que me causaba el ayer. Entonces me deprimió el recuerdo de saber que había vendido su clínica.
Me acosté y cerré los ojos. Dhamar tardó mucho tiempo en conciliar el sueño. Tuvo su luz encendida un buen rato mientras escribía o leía algo, pero me fingí dormido para evitar explicarle la pena que esa entrega desigual me había causado.
Al día siguiente me despertó el trino de los pajarillos tropicales. Mi esposa, acalorada, había echado a un lado las cobijas y des¬nuda, boca arriba, con la dulce serenidad de una ninfa que duerme, me pareció más hermosa que nunca. No quise importunar su sue¬ño, a pesar de que ardía en deseos de abrazarla.

Sobre su buró vi una hoja doblada, escrita a mano por ella la no¬che anterior. Me incorporé lentamente y tomé el papel para leerlo. Decía:
Efrén:
Acabas de depositar tu cabeza en la almohada. Te observo acostado, cubierto únicamente por la sábana de satín. Imagino cuanto tiempo nos tomará conseguir dejar totalmente atrás el pasado que aún te persigue. Pero lo lograremos. Te lo aseguro. Cuentas conmigo. Hoy y siempre… Y quiero que sepas que no te reprocho nada. Que no siento celos retrospectivos y que soy tuya para toda la vida. Por otra parte necesito decirte cómo y en qué medida te amo. Eres un gran hombre, Efrén. Sensible, tierno, bondadoso, varonil, inteligente. Y me siento muy feliz de haber logrado aguardar para ti. Especialmente porque sé que tú sabes valorar eso.
Muchas veces me vi presionada y hasta empujada a tener sexo: rechacé incontables oportunidades. En realidad fue muy difícil esperar sin saber por qué o para quién, pero ahora que te tengo no sólo no me arrepiento sino que me siento muy satisfecho, de haberlo hecho.
¿Sabes? En este inmensurable enamoramiento, sintiéndome loca por ti, he deseado tener muchas cosas para darte, pero no soy rica, ni tengo nada material con qué demostrar mi absoluta entrega, y. . . Hace unos minutos me di cuenta con gran regocijo que tú no me pedías nada, no querías nada de mí EXCEPTO A MÍ… Me agradó observar tu ansiedad, tu mirada profunda, tu palpitar cardiaco. Fue hermoso sentir la desesperación de tus abrazos, la fusión de mi piel con tu piel. Te amé como nunca al entender que estaba en posibilidad de darte lo que tú más deseabas: mi cuerpo entero, completo, sin manchas, sin vesti¬gios.
Eso, para mí, ha justificado plenamente el sacrificio de esperar…
Esta noche ha quedado grabada con fuego en mi vida porque a mi vez gocé de ti, disfruté plenamente sabiendo que he de vivir contigo esta experiencia cientos de veces más y, aunque las próximas lleguen a ser mejores, SIEMPRE HABRÁ SÓLO UNA PRIMERA VEZ…
Cuando acabé de leer la carta ella se había despertado.
—Por qué tienes los ojos tan rojos? —me preguntó—, ¿estás llorando?
Pero no pude articular palabra. Limpié mi rostro con la muñeca y me acosté a su lado con la ternura y paz de la que carecí en la víspera.
Después de leer su carta hallé en el sexo el matiz distinto, cé¬lico, extraordinario, que tanto busqué la noche anterior.
Esa mañana supe realmente lo que era hacer el amor… por primera vez en mi vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario