martes, 11 de mayo de 2010

VIVE LA VIDA MIENTRAS SEAS JOVEN..

Salí del consultorio una hora después. Frente a una humeante taza de café la chica de la entrada aguardaba que el médico terminara su última consulta para poder retirarse. Pagué los hono¬rarios fingiendo premura y quise huir del lugar inmediatamente, deseoso de que no se fijara mucho en mí.
—¿Tu próxima cita para qué día la anoto? —preguntó cuando ya me escabullía.
Di la vuelta nervioso, con la cabeza agachada, pero al hacerlo derramé café sobre el escritorio.
“¡Estúpido, estúpido!”, me dije una y otra vez conduciendo el automóvil de regreso a casa.
Extraje un casette de la cajuela de guantes y con violencia lo introduje al aparato de sonido.
Había una larga fila de vehículos delante del mío. Los coches avanzaron tres metros. Traté de calmarme. Aceleré dos segundos y volví a frenar cooperando con la lenta, desesperante, procesión de la autopista. Miré el reloj sin poder reprimir un largo suspiro. A ese paso tardaría más de cincuenta minutos en llegar a casa. Pero estaba bien. Necesitaba tiempo para meditar. Comenzó a escu¬charse música electrónica ambiental. Traté de reconstruir en mi mente lo sucedido esa tarde. Todo era digno de análisis. Desde las extrañas recomendaciones del médico hasta el penoso accidente del café.
—¿Duele?
—Mucho —contesté.
El doctor, con guantes y algodón en mano, agachado trataba de identificar la naturaleza de mis llagas que, por cierto, se hacían cada vez más intolerables. Las pústulas habían reventado la epi¬dermis y supuraban un líquido blancuzco. Eché un vistazo con cierta repugnancia. ¿Por qué me había pasado esto? La piel enro¬jecida en toda la zona parecía a punto de reventar y, después de ser apretada por los dedos del terapeuta, las gotas de pus corrían hacia abajo, dejando unos hilillos brillantes antes de perderse entre la vellosidad.
—¿Sabe qué tengo, doctor?
—Sí… aunque parece que esto es obra de dos o más micro¬organismos distintos.
—¡Maldición! —espeté.
—¿Quién te contagió?
—No lo sé. Pudo haber sido una prostituta hace tres meses o alguna de las chicas con las que he tenido sexo los últimos días.
El doctor Marín movió la cabeza.
—Debes informar a tus amigas para que se revisen… y procurar tener una vida sexual más moderada.
Su comentario me incomodó.
—Mi vida sexual es perfectamente normal —respondí—. Todos los jóvenes llevamos una similar.
—¿Y por qué?
Me encogí de hombros sin ganas de discutir eso.
—¿Sólo por placer? —insistió el hombre.
—En parte —contesté—. Aunque creo que nuestra verdadera meta es aprender. Todos sabemos que debemos adquirir suficiente experiencia mientras seamos solteros para poder satisfacer a nuestras parejas en el futuro.
Me miró con fijeza y cruzó las manos sobre su carpeta haciendo una pausa en la redacción de mi historia clínica. El repentino interés que adiviné en su rostro me dio ánimo para alzar la voz:
—Las mujeres también se “entrenan” intensamente. Ninguna quiere llegar con los ojos vendados al matrimonio, como ocurría antaño. Además, existe una enorme competencia entre amigos respecto a quién es mejor en la cama y sólo un tonto se quedaría atrás mientras los demás se superan.
El doctor Asaf Marín bajo Ia vista sonriendo en ademán de desacuerdo. Se tomó su tiempo para responder, pero cuando lo hizo me dio la impresión de estar verdaderamente preocupado por el giro que había tomado la conversación.
—Efrén, ¿tú sabes cuál es mi especialidad?
—En su tarjeta dice “Disfunciones sexuales”.
—¿Y sabes qué es eso?
Lo suponía, pero preferí quedarme callado.
—Doy tratamiento a parejas que no se acoplan sexualmente. Todos los días, desde hace muchos años, escucho diferentes historias de hombres que no satisfacen a sus mujeres y viceversa. Ahora, entiende lo que te voy a decir: en gran cantidad de esos casos el problema radica precisamente en eventos traumáticos de la juventud.
Ladeé la cabeza no dispuesto a dejarme impresionar.
—De acuerdo —contesté impertérrito—, pero usted es científi¬co y no puede estar en contra del aprendizaje. Querer saber más nunca podrá ser un “evento traumático”.
—¿Saber más? ¿No sabes lo suficiente? ¿Quieres aprender? ¿Aprender qué…? ¿A insensibilizarte? ¿A ver a tu pareja como un objeto didáctico? ¿A memorizar técnicas calculadas y frías…? ¡Para tener relaciones sexuales no se necesita saber, muchacho; se necesita sentir…! Así de simple. Los hombres que miden cada movimiento y evalúan todas las reacciones de su compañera son los peores amantes. Cuantos más episodios carnales protagonices sin amor, más te endurecerás, y en el futuro te será imposible expe¬rimentar la belleza de una pasión. No sé si me entiendas, pero muchos de mis pacientes conocen técnicas sexuales sofisticadas, tienen esa “sapiencia” de la que me hablas, pero han perdido la capacidad de sensibilizarse, de emocionarse. Toda su pericia les ha servido sólo para mecanizar un acto que debería estar lleno de espontaneidad, ardor y vida…
Tardé unos segundos en contestar. Mi voz sonó menos altiva pero aún enérgica:
—A las mujeres les gusta acostarse con hombres diestros. Ellas valoran mucho nuestra experiencia.
—Eso es un mito.
—¡Es verdad!
—Pues temo decirte que estás en un grave error. Las mujeres que se entregan totalmente a un hombre lo hacen buscando una entrega igual. Si eres capaz de hablarle con el corazón a tu pareja, si puedes ser cortés y considerado, si sabes, en suma, hacerla sentir como una dama, podrás llevarla al éxtasis más fácilmente que si conoces al dedillo, por ejemplo, el difícil arte del sexo oral y quieres aplicarlo con ella de manera presuntuosa. El hecho de que un hombre se haya acostado con muchas mujeres no indica que sea un buen amante. Al contrario. Las aventuras sexuales del pasado se graban en la mente como recuerdos. Yo los llamo “basura de reminiscencia”. Es basura porque estorba y a veces apesta. La cantidad de episodios no significa necesariamente calidad.
Me quedé callado durante unos segundos. Los argumentos del médico eran demasiado contundentes para rebatir a la ligera, pero yo estaba convencido de que las ideas de continencia no provenían sino de prejuicios sociales y santurronería religiosa. Además, yo era diestro en convencer muchachas. ¡Tenía que decir algo!
—Sin embargo —retomé tomando aire—, a todos los varones se nos recomienda “vivir la vida” mientras somos jóvenes. Las mismas mujeres no quieren correr el riesgo de unirse a un tipo inmaduro que no conoció el mundo y que ya casado pueda desear conocerlo. Los hombres que están hartos de sexo y parranda son los mejores maridos pues ya lo han vivido todo.
—Este punto es otro mito social —contestó inmediatamente el doctor, con tal convicción y energía que me dejó pasmado—. Las familias estables jamás se fundamentan en parrandas previas. Al contrario. Un hombre acostumbrado a la juerga es más propenso a seguir en ella después de casado.
La sangre me enrojeció el rostro como si estuviese frente a un agresor propuesto a echarme en cara que mi vida entera era un error.
—Yo sigo pensando —contesté mordiendo las palabras— que un hombre casto, ignorante de las mujeres, tarde o temprano le será infiel a su esposa para saciar su curiosidad en otras
-Es posible -admitió-, pero no lo tomes como una regla Para ilustrar mejor lo que quiero decirte te voy a exponer el caso que tuve hace poco con dos pacientes varones. Ambos comenza¬ron a tener discusiones muy serias con sus esposas después de unos meses de haberse casado. Uno de ellos en su soltería perteneció a pandillas, fue un experto seductor, visitaba con frecuencia los bares y cantinas. El otro se dedicó al estudio y al deporte; además, durante muchos años tocó la guitarra con sus amigos bohemios y en ocasiones lo hizo también para la iglesia local. Posteriormente, en sus peleas matrimoniales, los hombres se alteraban tanto que más de una vez llegaron al grado de salirse de sus casas furiosos. ¿Adonde crees que se dirigía uno y otro? Como es evidente, el primero acudía a las prostitutas, se ahogaba en licor y no regresaba con su esposa sino varios días después. En cambio el segundo corría por las calles amainando su coraje con ejercicio y a veces se refugiaba en la quietud de un templo para reflexionar y recuperar la calma. Son casos extremos, pero reales. A mí me consta. Si vives antes de casarte de manera equilibrada, divirtiéndote pero limpiamente y con medida, es muy difícil que después de unirte a una mujer te corrompas. Y, por el contrario, si vives en desenfreno insano, cuando se presenten los problemas maritales tendrás la tendencia a huir por la puerta falsa del libertinaje. En los países desarrollados el ambiente juvenil se ha degradado tanto que ya es muy difícil hallar matrimonios jóvenes exitosos; los muchachos se acostumbran a tal depravación y desvergüenza que después de casarse, como es lógico, no logran superar sus hábitos promiscuos. Ahora te pregunto: ¿cuál de mis dos pacientes crees que salvó su hogar? ¿El que parrandeó de joven o el que tuvo una vida ordenada?
La respuesta era tan obvia que me negué a contestarla. Eso cambiaba de manera importante el panorama de mis posibles decisiones futuras.
—Recomendarle a un muchacho que “viva la vida” antes de casarse —remató al verme callado—, en el sentido de que se harte de placeres probando de todo, es tan absurdo como sugerirle a alguien que beba alcohol una y otra vez para que después del matrimonio ya no sienta la curiosidad de embriagarse. ¿Crees tú que esto funcionaría?
Moví la cabeza negativamente.
—El que se ha hecho esclavo de una adicción no se librará de ella sólo por firmar un contrato.
—¿Podría decirse entonces —pregunté tratando de adherirme a la idea de que no todos mis juicios podían haber estado mal— que el sexo sin amor es un vicio y que abusar de él puede condicionar al cuerpo a dosis cada vez mayores, como ocurre con las drogas?
—Es una forma muy buena de explicarlo. Pero el problema no termina ahí. Los varones que han abusado del sexo suelen estar tan acostumbrados a pensar sensualmente que se excitan con facilidad ante cualquier estímulo y buscan su satisfacción una y otra vez sin importarles lo que opine la mujer. Y no porque sean egoístas, sino porque su cuerpo así se lo exige. Ese requerimiento físico lleva más fácilmente a la infidelidad matrimonial que el hecho de no haber conocido mujeres anteriormente, como dijiste tú.
Sentí un calor bochornoso y una ligera falta de aire. Me abaniqué con la mano. Tuve deseos de salir para no pensar más en el asunto.
—Sin embargo —dije con una voz mucho más apocada—, a ellas les agrada que el hombre dé la pauta, les gusta ser enseñadas, dirigidas, y si éste llega al matrimonio sin conocer siquiera la anatomía de la mujer, ¿cómo va a conseguir hacer bien su papel?
—El varón no puede darse el lujo de ser ignorante, eso es verdad; debe leer e instruirse, pero sobre todo debe estar siempre consciente de su condición de caballero para tomar la iniciativa. Lo demás no necesita escuela. Es algo natural. Experimentar el sexo por primera vez es como ir a Disneylandia por primera vez: todo es fascinante, todo lo disfrutas intensamente, todo es motivo de investigación y entusiasmo. Si lo haces con alguien a quien amas, las emociones vividas irán sin basura, serán genuinas, de ustedes dos, ¿me entiendes? En cambio, si has ido a Disneylandia treinta veces, acompañado de treinta personas diferentes, y por último acudes con tu mujer definitiva, el suceso será muy distinto: le indicarás a qué juego subirse, en qué fila formarse y hacia dónde mirar. Tu ventaja quizá le ayude a ella en cierto aspecto y a ti te haga parecer superior, pero como pareja no sentirán complicidad ni confianza mutua. Las personas se unen en amor verdaderamente sólo cuando aprenden juntas, cuando comparten acontecimientos trascendentes para ambos, y no cuando uno le demuestra al otro su experiencia…
Agaché la cabeza sintiéndome aplastado por tan incontroverti¬bles juicios. Luego me invadió el enojo. Había venido buscando la cura de una infección genital y el doctorzucho parecía más interesado en curar mi alma. Repentinamente una idea astuta me hizo recuperar el ánimo.
—Tal vez funcione cuando ambos son primerizos. Pero, ¿qué pasa si el hombre cándido e idealista se espera para ir a Disneylandia con su “princesa” y se da cuenta, después, de que ella fue ya treinta veces antes que él? Yo lo siento mucho pero no voy a arriesgarme a ser el idiota que necesite ser enseñado por una mujer experta.
—Por supuesto —me respondió sin ocultar un dejo de molestia en su tono—. Si piensas casarte con una loba sexual, te recomiendo que salgas a la calle ahora mismo a buscar las más pedagógicas experiencias; debes estar preparado por si tu mujer te aplica una llave erótica o te muerde en el sitio recóndito que enloquecía a su amante anterior.
No pude evitar sonreír, aunque me sentí un poco agredido.
—No bromee, doctor.
—No bromees tú. Los hombres jóvenes aprecian mucho más la pureza de lo que están dispuestos a aceptar; si aspiras a hallar una compañera respetable, ¿cuál es la urgencia por adelantártele? Aprende a esperar por ella. Vive la vida intensamente en el aspecto sexual, y en todos los demás, pero a su lado; partan el pastel unidos y cómanselo a la vez.
—Eso suena muy hermoso —me reí de él—, sólo que está fuera de época. ¡Ya no existen mujeres respetables, doctor!
Había metido un gol, y lo sabía. De haber estado presentes mis amigos hubieran aplaudido. Sin embargo, al médico no pareció inmutarle mi sarcástica expresión de alegría; alzó la voz como la autoridad que era y espetó:
—Ése es otro gran mito social, amigo. Existen toda clase de mujeres y cada quien se enlaza a aquélla con cuyos valores se identifica. Los jóvenes como tú es obvio que terminen uniéndose a una chica experimentada. No te molestará al principio, pero después de Ia luna de miel, en cuanto te adentres con ella en la difícil convivencia real, estarás expuesto a los celos retrospectivos. Aunque intentes controlarlos, tu naturaleza masculina los aflorará una y otra vez. Tal vez nunca lo confieses, pero te atormentarás al imaginar las jugosas experiencias sexuales que vivió tu esposa con otros y pensarás mil tonterías, tales como “¿en brazos de quién habrá tenido sus primeras (y más emocionantes) relaciones?”, “¿no recordará al tocar mi cuerpo el de otro hombre que la hizo vibrar antes que yo?” Pensamientos absurdos pero dolorosos, a los que muchos varones nunca llegan a acostumbrarse.
—Vamos, doctor, ésos me parecen verdaderos casos de enfer¬medad psíquica.
—Llámalos como quieras, Efrén, pero no te imaginas lo fre¬cuentes que son…
Aún no alcanzaba a comprender por qué me molestaban tanto sus contundentes comentarios. Agaché la cabeza esforzándome por extraer de mi banco de memoria alguno de los muchos argu¬mentos con los que convencía a las chicas. Solía decirles: “No hay nada de especial en entregar el cuerpo antes o después. La libertad sexual es parte de la vida moderna y las personas inteligentes, sin complejos, la aceptan”.
—¿Está usted diciendo que la virginidad es el sello de garantía? —pregunté como último recurso en son de burla—. Ésas son ideas antediluvianas, doctor.
—No trates de salirte por la tangente, mi amigo. Nadie dijo eso de la virginidad. Hay hímenes tan duros que es materialmente imposible penetrarlos; los hay tan elásticos que han resistido una vida sexual activa sin romperse; algunos se rasgan con facilidad (incluso con ejercicios leves), éstos sangran al partirse, aquéllos no; mientras unos producen dolor, otros ni siquiera dan señas en su ruptura. Darle importancia a esa membranilla sí es antediluviano, porque la entereza de una persona, hombre o mujer, no se mide con fronteras físicas, sino con lineamientos mentales.
Camino a casa decidí que, al menos mientras me curaba de mi enfermedad, me daría unas vacaciones en el deporte de “cazar chicas” para reflexionar. No me percaté de que estaba a punto de finalizar mi recorrido de regreso.
—Mucho me temo —le dije al doctor para dar por terminada la discusión— que hay pocas personas que piensan como usted Además, con esto de los anticonceptivos y el aborto, el sexo se ha convertido en algo muy practicado.
—Los anticonceptivos son una cosa y e! aborto es otra ¿Tú permitirías que una de tus amantes abortara un hijo tuyo?
—¿Por qué no? Si el niño debiera sufrir maltratos y privaciones por ser indeseado, sería preferible que no naciera.
El doctor Asaf Marín se limitó a asentir. Tomó una receta y escribió sus recomendaciones.
—Hazte los análisis el lunes a primera hora y ven a verme el martes con los resultados. Por lo pronto aplícate esta pomada en la zona irritada.
—¿Es grave lo que tengo?
—Seguramente se trata de herpes, pero necesito los resultados para diagnosticar en forma completa.
—¿Herpes? Leí que es una enfermedad incurable y recurrente.
—Sí, pero podemos controlarla bastante bien y, comparada con otra, es prácticamente inocua.
Nos pusimos de pie para despedirnos.
—Tengo aquí una película que me gustaría que vieras —me dijo abriendo el cajón de su escritorio y extrayendo una cinta—. Es sobre el último comentario que me hiciste. Me gustaría oír tu opinión después de que la veas.
—¿Sobre el aborto? —me encogí de hombros—. Es inútil, doctor. Tengo ideas perfectamente claras al respecto y nada ni nadie me hará cambiar de opinión.
—No pretendo que cambies tus ideas, sólo te pido que veas la película.
—De acuerdo —la tome—. Gracias…
Entré a las calles de mi colonia y encendí la radio en una estación moderna.
Cuando llegué a mi casa me quedé frío y apagué la música inmediatamente.
Joana estaba de pie, en la puerta, esperándome.

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