martes, 11 de mayo de 2010

EPÍLOGO..

 

EPÍLOGO


Hija:
La tarde en que comencé a escribir estas páginas vi por accidente que tu novio te acariciaba. Estaban en el auto, besándose, y tú te defendías indecisa de sus apasionados juegos. No me alar-mé. Tienes quince años y eres una joven normal, muy hermosa. Todos hicimos eso alguna vez, pero yo estaba ansioso de poder compartir contigo mi experien¬cia al respecto. Abrí la ventana y te grité para que entraras.
Apenas lo hiciste te pregunté si pensabas llegar a tener sexo con aquel muchacho. No fue una forma muy diplomá¬tica de abordar el tema. Enojada, te diste la vuelta para salir.
—Espera…
Te detuviste en el umbral de la puerta. El escote triangu¬lar de tu vestido dejaba a la vista la piel blanca de tu juvenil espalda.
—No te disgustes —supliqué acercándome—. Miles de hombres darían cualquier cosa por tenerte y me atrevo a suponer que ésta sería tu primera experiencia… Pero antes de que eso ocurra, me gustaría que supieras algunas cosas de mi pasado…
Te volviste muy lentamente con gesto desafiante.
—Muy bien. ¿ Qué es exactamente lo que tratas de decir¬me?
Quise entrar en materia pero no conseguí más que tartamudear. Tu actitud apremiante y molesta bloqueó toda posibilidad de comunicación profunda. Hilvané un par de mentiras para eludir la escabrosa situación y di por termi¬nada mi confidencia.
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—¿Algún día me contarás la verdad?
Asentí con tristeza.
No te despediste al abandonar el lugar.
Apenas me quedé solo busqué una hoja blanca para escribirle:
Hay tiempo para sembrar y tiempo para cosechar; tiempo para abrazarse y tiempo para abstenerse; tiempo para disfrutar la soledad y tiempo para compartir la intimidad; todo lo que se quiera hacer a destiempo según el orden natural será vano y nocivo.
Los hombres no disfrutamos nuestro presente porque siempre deseamos otro y, cuando logramos tener ese otro, sufrimos incon¬solables por haber perdido el anterior. Hace poco escuché a un cómico decir que los niños quieren ser adultos, los mayores quieren ser niños, los jóvenes quieren estar viejos, los viejos quieren estar solteros, los solteros quieren estar casados, los casados quieren estar muertos…
En cuanto a las relaciones sexuales prematrimoniales, hay algo que necesito dejar perfectamente en claro:
Puedes tenerlas si así crees que te conviene. Yo no te lo reprocharé. Te querré siempre igual. Respetaré tus decisiones sin importar que yo esté de acuerdo o no con ellas; pero si eliges entregar tu cuerpo, hazlo con pleno conocimiento de lo amargo que vendrá y no sólo de lo dulce del momento.
Detuve mi escritura y observé la prolija carta. Estaba bien, pero no, no era suficiente con eso… Necesitaba que me creyeras, que aprendieras de mis heridas sin tener que sufrirlas…
Dicen que nadie experimenta en cabeza ajena, pero es mentira. La gente de mayor inteligencia sí… Es un rasgo de sabiduría escuchar, leer y aprender de cuanto piensan otros.
Entonces mis reflexiones fueron interrumpidas por la voz de Dhamar desde la cocina.
—¡Ya está la cena!
Regresaste a mi estudio y me preguntaste con timidez:
—¿ Quieres que te traiga tu plato, papá ?
—Te lo agradecería.
Pero no te moviste un centímetro del sitio en el que permanecías de pie observándome.
EPÍLOGO 1 89
—Cómo me gustaría que recordaras cuando tenias mi edad —su¬surraste—. No me agrada que me trates como a una niña.
Asentí. Me acordaba perfectamente.
De hecho, era algo que no podía apartar de mi pensamiento al vene…
—¿Sabes?—cambiaste el tema con una sonrisa enorme—. Te voy a decir algo que te hará feliz. Hoy llegó carta de mi abuelito Asaf.
Me puse de pie inmediatamente.
—¿Dónde está?
—Mamá la tiene —y al decirlo frunciste el ceño—. Qué tonta soy. Quizá ella pensaba dártela como sorpresa en la cena.
Inhalé hondo. Te miré de frente a los ojos v mi ansiedad se es¬fumó por completo. Extendí el brazo derecho para que te acer¬caras. Lo hiciste alegre de sentir nuevamente mi calidez. En ese momento me di cuenta de qué era exactamente lo que tenía que escribirte. No era una carta, sino un libro completo. Acaricié tu cabello y te abracé por la espalda para caminar contigo rumbo a la cocina.

Fin

10.. JUVENTUD EN ÉXTASIS.

JUVENTUD EN ÉXTASIS.
Perdí por unos minutos la lucidez mental. Hubo un silencio incómodo que pareció eternamente largo. Asaf Marín de pie junto a la mesa del comedor me vio leer la dedicatoria del retrato, cerrar los ojos, bajar la cabeza y crispar los puños al comprender cuánto, entre líneas, él había estado tratando de decirme.
—Hace muchos años me fue quitado algo intrínseco —explicó con voz temblorosa—, un elemento entrañable sin el cual mi vida quedó mutilada… Curiosamente lo recuperé cuando había perdido todas las esperanzas de hallarlo… Y ahora que está frente a mí… lejos de sentir una alegría eufórica, me ha invadido una profunda tranquilidad.
Dhamar no entendía un ápice de las palabras del doctor. Yo me negaba a entender. “No es cierto, es mentira”, me decía, “no puede ser verdad.”
—Mi existencia se vino abajo cuando me divorcié —continuó tratando de explicarse—. En realidad todo estuvo mal desde el comienzo. El noviazgo que tuve con aquella hermosa mujer fue tan explosivo, sensual y rápido que no nos dimos cuenta de cuan incompatibles éramos. Por eso les insistí tanto a ustedes en que tuvieran cuidado de no cometer los mismos errores. La obsesión sexual en la soltería produce un desequilibrio enorme… un éxtasis hermoso pero terriblemente arriesgado —se detuvo, tomó aire y se limpió el rostro con ambas manos—. No se imaginan las conse¬cuencias que sufrí por haberme dejado seducir ante el espejismo erótico. Con decirles que cuando mi esposa y yo nos separamos estuve a punto de suicidarme… ¡Me resultaba imposible vivir en ese magno fracaso! Era intolerable saberme lejos de mis dos hijos, a quienes adoraba, y a la vez no tener el valor de reclamarlos. Pensaba en ellos… Deseaba lo mejor para ellos, pero, ¿qué clase de vida podía esperarles al lado de un despojo humano como yo, de un sujeto descalabrado, vencido, emocionalmente arruinado…? Su madre al menos había vuelto a formar otro hogar con un elec¬tricista…
La voz se le quebró y debió detenerse.
Apoyado en la mesa, parecía a punto de languidecer, como un deudo recargado en el féretro de su ser más querido.
Dhamar se deslizó hacia mí mirándome furtivamente con los ojos muy abiertos… al borde de comprender, pero sin poder, sin atreverse aún… Rozó mi brazo con el suyo.
Yo estaba inmóvil, aplastado, con la vista totalmente nublada y la garganta obstruida por una enorme masa de emociones re¬primidas.
—Yo era químico farmacobiólogo —continuó Asaf apenas sus cuerdas vocales se lo permitieron—. Ante mi fracaso marital, busqué un escape… Hice una revalidación para obtener el título de medicina y me empleé de tiempo completo en un laboratorio de investigaciones. Tener la mente ocupada día y noche, hundido en libros y compuestos, fue una evasión perfecta durante varios años. Me dejé crecer el cabello y la barba y evité lo más posible el contacto con la gente. Contraté a un abogado para que se hiciera cargo de los trámites del divorcio. No deseaba volver a ver a mi ex esposa y mucho menos a mis dos hijos. Tenía la autoestima hecha añicos, el ego destruido… Lo que quería era olvidar. Me hubiese resultado imposible estar cerca de ellos sin abrazarlos ansiosamente, sin transmitirles mi desesperación, y la niña ya era bastante mayorcita como para darse cuenta. No quería causarles más conflictos. Además, si aceptaba convivir eventualmente con ellos, como lo permitía la ley, estaba seguro de que terminaría raptándolos…
Respiró hondo haciendo una larga pausa. Dhamar aprovechó para buscar un pañuelo en su bolsa de mano y tendérmelo. Era evidente, pensé, que la primogénita pudo darse cuenta de buena parte del drama familiar y desarrollarse sanamente con los pies en la tierra. ¿Pero el hijo menor? ¡Qué papel tan distinto había reser¬vado la Providencia para él! Creció envuelto en falacias y cuentos de hadas, siempre rezándole a la primera estrella del cenit, convencido de que en ella habitaba su padre…
—Así transcurrieron cuatro años —prosiguió—, me hice aficionado a los libros de superación personal y poco a poco sus con¬ceptos fueron tendiéndome lazos de los que me así para salir del hoyo. Un día, cierta doctora que dirigía la cátedra de cardiopatías en la universidad, enterada de mis novedosas investigaciones, se presentó para invitarme a participar en un seminario de actualiza¬ción médica. Como era de esperarse, rechacé su ofrecimiento; pero posteriormente, en un repentino deseo de salir de esa soledad asfixiante, me rasuré, me corté el cabello y me presenté puntual al evento.
“La colega no me reconoció, pero luego de ver mis credenciales me dijo con gran asombro que era mucho más joven y atractivo de lo que le parecí al principio. Su falta de recato me impulsó a preguntarle si aceptaría tomar una copa conmigo después de las actividades y ella accedió confesándome que era divorciada… Me reí de la ironía del destino. Dos individuos azotados por las malas jugadas del ajedrez amoroso se encontraban para mezclar su tristeza tras un aburrido congreso de medicina utópica.
“Esa fuerte emoción, similar a la que aborda a los jóvenes cuando se ven en la puerta de una aventura sexual, se apoderó de mí. Tenía mucho tiempo sin tocar el cuerpo de una mujer y aunque no pretendía enredarme afectivamente con ella, me agradaba la idea de convivir, pues, considerando nuestro estado civil, no teníamos nada que perder en un fugaz acercamiento físico. En cuanto terminó el trabajo, llevé a la doctora a mi casa.
“Tomamos varias copas, vertimos sobre la mesa la amargura de nuestros anteriores yerros y ya envueltos por el frenesí de la madrugada fuimos a la alcoba dispuestos a dejar que nuestros cuer¬pos desahogaran cuanto les fuera dable.
“Eran más de las dos de la mañana. Repentinamente sonó el timbre de la puerta con extraña insistencia. Tardé en reaccionar, incrédulo de que alguien se atreviera a visitarme a esa hora y con tan evidente urgencia. Me metí en una bata y baje las escaleras asom brado. El prófugo, moribundo o ladrón acompañaba ahora los lar gos timbrazos con incesantes golpes a la aldaba. Entreabrí la puerta dispuesto a enfrentarme a cualquier clase de demente y casi me fin de espaldas al hallarme con quienes menos hubiera podido imaginar: mi ex esposa y mi hija mayor
“La niña había crecido enormemente llegando a una estatura ligeramente inferior a la de su mamá, y aunque ya se adivinaban sus formas de mujer, aún conservaba el rostro infantil, el gesto ino¬cente y los ojos enormes y redondos como de muñeca…
“Me hice a un lado impávido, con la piel exangüe por el asombro. Mi ex esposa entró llorando.
“—Por favor, Asaf —me suplicó con el rostro tenso y deformado por el miedo y por un fuerte puñetazo recibido poco antes—, necesito que me ayudes. Necesito que te hagas cargo de la niña por un tiempo.
“Mi hija no parecía compartir la misma angustia. Más bien daba la apariencia de estar hipnotizada, ausente, como si de un momento a otro fuese a caer sin sentido.
“—¿De qué se trata? —pregunté con dificultad.
“—Se trata de Luis… Ya no lo soporto. Vivir con él ha sido un infierno. Perdóname, ayúdame, por favor… ¡Es un alcohólico! Golpea a tus hijos. ¡Asaf…! ¡Y entiende lo que te voy a decir! Hoy estuvo a punto de violar a Marietta… No lo logró gracias a que… —Pero un sollozo que brotó de su garganta le impidió continuar. Asombro e ira inmovilizaron mi respuesta.
“—Tienes que ayudarme, por favor… —y al decirlo se acercó tanto que sus lágrimas mojaron mi pecho semidesnudo. Entonces comprendí que la aventura inconclusa con la cardiópata era sólo una niñería, que la verdadera razón de mi padecimiento crónico era precisamente el amor frustrado que estaba frente a mí; que el hogar anhelado era aquél que había dejado desintegrar… Ése por el que no luché lo suficiente…
“—Los niños deben vivir conmigo —contesté tratando de darle a entender que debían vivir con “nosotros”. Puse una mano sobre su hombro en ademán de consuelo para decirle sin palabras que podía confiar en mí… cuando levantó la cara y su mirada se encontró con la de mi invitada, quien, sin haber tenido la precau¬ción de vestirse completamente, de pie en la escalera contemplaba el drama…
“Su llanto se cortó ligeramente. Abrazó fuertemente a la pequeña y salió de la casa con paso rápido.
“—Espera —le grité.
“—¿Qué le pasa a la niña?—preguntó la doctora.
“Marietta se bamboleó antes de caer al suelo desvanecida.
“Quise partirme en dos para que una mitad pudiera correr tras aquella mujer a quien, a pesar de todo, tanto necesitaba, mientras la otra se quedaba a atender a la niña desmayada. Traté, con ayuda de la doctora, de reanimar a mi hija suponiendo, erróneamente, que después podría alcanzar a la madre en su casa.
“En cuanto volvió en sí, le preparamos una cama cómoda y la dejamos durmiendo apaciblemente.
“—Por favor —le dije a mi colega—, quédate a cuidarla.
“Accedió y me dirigí directo a mi antigua casa.
“Manejé el largo camino con la vista fija y los puños crispados en el volante. Al llegar bajé del auto temblando y toqué la puerta usando los nudillos, pero ésta se hallaba sólo entrecerrada y al recargarme se abrió con un leve rechinido. Entré sigilosamente y me hallé ante un tremendo desorden, como si alguien hubiese registrado la alacena, los cajones y roperos con mucha prisa, dejando todo de cabeza. Tal vez un ladrón, pensé… Escuché soni¬dos extraños provenientes del piso superior; algo similar a los gemidos ahogados y leves de un hombre moribundo. Me armé de valor y subí con pasos suaves. Hallé a Luis, el tipo que cuatro años antes usurpó mi lugar, tirado en el suelo, cubierto de sangre, volviendo en sí de un golpe traumático e intoxicado por una enorme dosis de alcohol. Telefoneé a la policía y a la Cruz Roja para inme¬diatamente salir en busca de mi ex esposa y de mi hijo menor, pero no había rastros de ellos por ningún lado.
“Al día siguiente Marietta me contó detalladamente lo ocurrido. Fui con ella al Ministerio Público y levanté una severa denuncia en contra de aquel individuo. Invertí una gran suma en reunir las pruebas suficientes para aprehenderlo, lo cual no resultó sencillo por carecer de la testigo principal. Todo el coraje contenido contra el hombre sin escrúpulos que sedujo a mi mujer se volcó en la investigación y en el proceso judicial. Así que del hospital fue a la cárcel. Sin embargo, la búsqueda de mi hijo de cinco años, a quien dejé de ver cuando era apenas un bebé, y de su madre fue inútil. Parecía como si se los hubiera tragado la tierra. Ella se escondía justificadamente de aquel alcohólico violento y vengativo sin saber que estaba en prisión. Y lo hizo tan bien que aunque Marietta y yo recorrimos toda la República visitando los sitios en los que podía haber encontrado el apoyo de algún familiar o amigo nos fue imposible encontrarla. Nadie la había visto. Nadie sabía nada de ella… Así que volvimos a la capital y en cuanto dejé de ocupar mi atención en revisar mapas y descartar ciudades me di cuenta de algo terrible que había pasado por alto: el trauma de Marietta. Mi hija desarrolló un secreto pánico a los hombres; en todos veía a su padrastro disfrazado y, aparentemente, tampoco confiaba en mí. Comencé a devorar las obras de Freud, Fisher, Master-Johnson, Kaplan, Chernick, Hodgkinson, Kusnetzoff y muchos otros, pero sólo me di cuenta de lo difíciles de curar que son las psicopatías sexuales, y yo necesitaba más elementos para rehabilitar a mi hija, de modo que me especialicé en el tema e hice una maestría en terapia sexual. Eso me condujo a comprender gran parte de mis propios errores y con el paso del tiempo fundé la clínica que ya conocen…
Asaf Marín se interrumpió para caminar hacia nosotros y sentarse nuevamente en el sillón que había dejado. Parecía menos tenso, pero aún no tranquilo. Había desahogado una historia recóndita que seguramente quemó su alma durante años, y aunque con ello para él terminaba el asunto, para mí apenas empezaba… Tomé entre mis manos la fotografía de mi hermana y la miré cuidadosamente. Si se observaba con detalle podía distinguirse un corte de cara similar al mío y una forma de labios idénticos a los de mamá…
—¿Y ella? —pregunté sin mirarlo—. ¿Está bien?
—Sí. Se graduó con honores como psiquiatra y me ayudó en miles de detalles cuando inauguré la clínica. Convivimos mucho. Aprendimos juntos. Crecimos de la mano, unidos por ese íntimo secreto, que no revelábamos a nadie, de tener extraviados en algún lugar del mundo, ella a su madre y hermano, y yo a mi hijo y ex esposa. Pero la falta absoluta de noticias y la cada vez menos frecuente conversación que manteníamos al respecto nos hizo llegar a pensar que todo había sido sólo un sueño del pasado. Así que Marietta viajó al extranjero para realizar una especialidad en trastornos de la infancia y yo me volví a casar. Mi nuevo ma¬trimonio duró poco. Una eventualidad terrible me arrancó de las manos a mi segunda esposa… Entonces justiprecié los verdaderos valores del ser humano: el amor y la vida… Después de tantos años de rebeldía espiritual y apego a la ciencia entendí cabalmente el mensaje de Dios. Calibré la poca trascendencia de las cosas por las que tanto luchábamos: negocios, prestigio, bienes materiales…
“Me entregué al Señor (yo, que siempre fui un aferrado antago¬nista de sus preceptos) y El, con su infinito silencio, me dio una nueva oportunidad… Me hice aficionado al naturismo, aprendí a re¬lajarme y busqué respuestas más profundas a las preguntas que creía haber.contestado hacía mucho tiempo. Entonces mi existencia co¬menzó a tener otro sentido. Algo grande, difícil de explicar, se cer¬nió sobre mis hombros haciéndome comprender mi razón de vivir.
“Comencé a dar pláticas sobre psicoterapia de la oración y he aquí que, en una de ellas, hace un par de años, la vida me dio el golpe maestro: estando a la mitad de la conferencia reconocí a la madre de mis hijos sentada en una de las butacas centrales. Me interrumpí por un momento profundamente perturbado. Apenas terminó la sesión bajé del podio directo hacia ella. Esta vez no nos abrazamos, bien que ambos nos mostramos nerviosos como dos adolescentes. Le invité un café para averiguar si, aun con todo, era posible comprender lo incomprensible, reconstruir lo irrecons¬truible; pero no, ella había hecho su vida a su modo y era feliz junto a nuestro hijo, y yo había construido la mía a mi modo y era feliz solo… Me comentó lo difícil que les fue abrirse paso en un poblado fronterizo en el que no conocían a nadie y cómo hacía tres años volvieron a la gran ciudad buscando las mejores escuelas superio¬res. Ella me dio su dirección y su teléfono, yo le di mi tarjeta para que me llamara siempre que lo necesitara.
La cabeza comenzó a darme vueltas como si la razón y el buen juicio estuviesen a punto de abandonarme. Me molestó la suposi¬ción de que se hubiesen telefoneado con cierta frecuencia para comentar mis evoluciones sexuales.
Rápidas escenas mentales me distrajeron:
—¿Efrén Alvear? —preguntó gravemente el doctor en cuanto entré a su privado por primera vez, como si mi nombre le causara cierta desazón. Dije que sí con un ademán.
—¿ Quién te recomendó conmigo ?
—Nadie.
Levantó la vista incrédulo.
—¿Estás seguro?
—Sí. Hallé su tarjeta por casualidad.
—Yo conozco a tu madre… —comentó sin poder ocultar un dejo de emotividad en la voz-. Pero descuida. Mantengo todos los casos de mis pacientes en riguroso secreto profesional.
—Eso espero.
Me froté el cabello tratando de volver al presente, pero no pude.
—Llevo tres años trabajando para el doctor Marín —comentó Dhamar—, y me he dado cuenta de que siempre investiga los antecedentes familiares de sus pacientes.
—A mí no me preguntó nada de eso.
Y luego se repitieron en mi cerebro frases aún más impresionan¬tes dichas por mi madre en su confidencia.
—Lo primero que hice en aquel pueblo fue invertir todo lo que llebaba comprando a un juez para registrarte con nuevos datos. Yo también adquirí identificaciones falsas y recomenzamos una nueva vida.
El corazón, más magullado y aporreado que nunca, me dio un nuevo vuelco. ¿Eso significaba que mi madre me había cambiado el nombre?
—Mi verdadero nombre no es Efrén Alvear, ¿verdad? —pre¬gunté apenas.
—Bueno, originalmente también te llamabas Asaf Marín.
Una daga helada traspasó mi cerebro produciéndome un pro¬longado escalofrío. Si originalmente me nombraron así, ¿cómo es que mi hermana me escribió en su carta que, en caso de tener un hijo varón, se llamaría Efrén?
No supe si la casa me daba vueltas porque estaba a punto de perder el sentido o porque ya lo había perdido.
—Inmediatamente después del reencuentro con tu madre —ex¬plicó Asaf como si hubiese leído mis pensamientos—, ella se puso en contacto con Marietta. Se escribieron largas cartas y ocasional¬mente se telefonearon. Todos discutimos antes de tu boda si debíamos decirte quién era yo, pero tu hermana opinó que no era justo provocarte la tensión de ver a tu padre “muerto” encarnado en un doctor a quien le tenías cierta confianza para ser acompañado por él al altar, y tu mamá y yo estuvimos de acuerdo. Sabíamos que inevitablemente dejarías de apreciarme y en lo más hondo de mi ser yo sólo quería que me siguieras viendo como el amigo verdadero en quien pudieras confiar incondicionalmente…
Miré al suelo extraviado en ese universo de ideas difusas. Ahora los consejos del doctor, al igual que los de mi hermana y madre, perdían gran parte de su fuerza. Todo lo que aprendí de ellos era verdad absoluta, pero no toleraba la idea de que me hubieran aleccionado con la ventaja intelectual de saber cuanto yo ignoraba.
Moví la cabeza negativamente tratando de recobrar mi ecuani¬midad. ¡Era comprensible que me lo hubieran ocultado! ¡Explicar cómo la energía sexual incipiente de mis padres les estorbó para fundamentar bien su vida marital y con ello perjudicar a sus genera¬ciones posteriores era algo que no podía hacerse en un momento! ¡Se requería mucho tiempo y paciencia para hacerme comprender que el sexo deformado por el libertinaje y la falta de madurez de sus usuarios es comparable a la energía nuclear mal dirigida! ¡Que el deleite de un orgasmo pasajero no le permite a los amantes ver la verdad de las cosas! ¡QUE LA JUVENTUD ESTÁ EN ÉXTA¬SIS ante el espejismo de la sensualidad y que esa absorción le impide tomar correctamente decisiones cardinales…!
Levanté la vista deshecho y vislumbré a Asaf Marín frente a mí. Adiviné que con su ingente sabiduría nada le gustaría más que volver a vivir sus años mozos y no cometer los errores que cometió.
Me puse de pie apoyándome en Dhamar. No tomé los documen¬tos notariales que nos hacían propietarios del inmueble en que vivíamos. Tampoco dije una sola palabra. No había nada que decir…
Caminé hacia la puerta con la dificultad de un enfermo conva¬leciente y procuré pasar por alto la postura solícita de nuestro anfitrión, asombrado, mudo, que me veía como un anciano es¬perando el dictamen del médico que lo ha examinado.
Dhamar me miró suplicante. No quería dejar ese lugar así. Amaba al doctor y era injusto reprocharle lo que no tenía remedio. Pero a mí me urgía respirar el aire fresco, escapar de tanto conflicto inextricable. Quizá después volveríamos a visitarlo o le telefonearíamos o le escribiríamos… Decidido, giré el picaporte de la puerta principal y salí a la calle. Mi esposa se quedó atrás despidiéndose. Escuché sus sollozos pero no volví la cabeza. Sentí el fresco vi¬vificante de la noche y respiré hondo.
Llegué al automóvil y me subí a él de inmediato. Lo puse en mar¬cha. Dhamar llegó corriendo y me incliné para levantar el seguro de su portezuela. Embragué la primera velocidad e hice avanzar el vehí¬culo dispuesto a dejar atrás el pasado olvidándome de él.
Entonces miré de soslayo al doctor que de pie, en el patio, cual estatua de un procer resignada a su eterna soledad, nos contemplaba alejar.
Nunca entenderé el mecanismo del sistema emocional humano. La determinación que unos segundos atrás me hizo huir se desva¬neció repentinamente ante la energía inmensa que comenzó a pre¬sionar mi pecho a punto de estallar como tanque de gas. Accioné el freno. Mi respiración se hizo agitada y violenta poco antes de la implosión. Apreté fuertemente el volante y me recliné sobre él al momento en que me dejaba vencer por una enorme congoja. Co¬mencé a llorar abiertamente, con sollozos doloridos, intensos, pro¬fusos, graves. Dentro del auto, con la única compañía de mi esposa, ya no me preocupé por reprimir los fragosos gemidos que brotaban de lo más profundo de mi ser. Lloré tanto que sentí que el alma misma escapaba, deslavando mi interior de toda impureza.
Como pude, salí del auto. Mis movimientos fueron torpes y flemáticos. Con el rostro literalmente empapado caminé hacia el viejo que, conmovido, sonreía al verme acercar a él. Entonces aceleré mis pasos y llegué hasta sus brazos. Me eché en ellos presa de un llanto desgarrador. Cerré los ojos muy fuerte. Sus lágrimas mojaban mis mejillas y las mías empapaban las de él. Quise hablar, decirle que estaba impresionado hasta las raíces por su manera de proceder, que lo admiraba. Traté de agradecerle, expresarle que estaba orgulloso de llamarme como él, aunque nadie lo supiera… Pero no pude articular ni una frase; sólo gemía apretando fuerte¬mente mi pena contra la suya, sintiendo a mi vez su magno, pode¬roso, afligido abrazo…
Yo siempre soñé con subir a la estrella del cenit y decirle a mi padre, sin palabras, de qué forma lo amaba y cuánto me había hecho falta… Esa noche se cumplió mi sueño.

9 ...CONSEJOS PARA RECIÉN CASADOS

CONSEJOS PARA RECIÉN CASADOS.

Acudimos con el terapeuta sexual sustituto del doctor Marín para pedirle ayuda profesional. Era un desconocido y nos costó mucho sincerarnos con él. Le hablé de mi falta de relajamiento y espontaneidad en la cama, le confesé que cada vez me costaba más trabajo satisfacer a mi esposa, pues mi distracción la distraía a ella, y le expuse mi problema de eyaculación precoz.
El doctor nos recomendó algunos ejercicios bastante raros.
—¿Lograré superar esto? —le pregunté preocupado.
—Si ella te ayuda, sí. Pero deben tener paciencia, No sera fácil ni rápido.
—¿Es común lo que me pasa?
—Mucho más de lo que se imagina. La mayoría de los recién casados tiene problemas parecidos.
—¿Por qué?
—Por que cargan consigo su pasado.
—Doctor —comenté—, los jóvenes solteros creen qué los úni¬cos enemigos reales del sexo libre son las enfermedades venéreas y los embarazos indeseados. Nadie sabe, ni le interesa saber,-sobre disfunciones futuras.
—Hasta que están casados…
Mi esposa, que había permanecido callada, preguntó:
—¿Qué quiso decir con eso de que no sería fácil ni rápido?
¿Cuánto tiempo nos llevará superar todos estos problemas?
—Es difícil predecirlo. Tal vez un año.
—¿Un año? ¿No le parece demasiado?
—Conocemos la lesión psíquica pero desconocemos qué tan
profunda es. Algunas parejas tardan tres o cuatro años en rehabi¬litarse…
El último comentario me aniquiló por completo. Era doloroso, injusto, vergonzoso. Me sentí un gusano. Pero mi esposa me brin¬dó su apoyo y comprensión. Teníamos toda una vida por delante, me dijo… Juntos lograríamos cuanto quisiéramos hacer. La clave estaba precisamente en estar unidos, del mismo lado siempre.
Mis ingresos resultaron insuficientes para sufragar los gastos de la nueva casa, así que la clínica de terapia sexual cambió de di¬rector pero no de secretaria principal: Dhamar siguió trabajando. Para demostrar mi buena voluntad y enjundia pedí un aumento de jornada y me di de baja en el sistema escolarizado de la universidad inscribiéndome en el abierto, dispuesto a estudiar por mi cuenta los fines de semana o por la noche, y terminar mi carrera sin asistir a clases.
Amaba tanto a mi esposa, me sentía tan en deuda con ella, que todos los días le llevaba un regalo, aunque fuera pequeño, y ella cooperaba con gran dulzura y entusiasmo en la terapia sexual.
Nuestros problemas eran “nuestros” y teníamos los elementos para enfrentarlos; sin embargo, una traba imprevista que estaba fuera de control comenzó a enturbiar notablemente la atmósfera de ese incipiente hogar: la influencia negativa de las familias políticas.
El padre de Dhamar, como ya lo mencioné, no aceptó el negocio foráneo que le ofrecían y un poco por la cercanía en que vivíamos de las anteriores casas y otro poco por nuestro apego emocional a ellas, conocimos desavenencias conyugales mucho más serias.
Una noche, después de haber reñido porque ella no toleraba que yo hablara mal de su madre, recibimos una llamada telefónica inesperada.
Dejamos que el aparato sonara varias veces sin que ninguno de los dos se atreviera a levantarlo. Temíamos que fuera una más de las inoportunas y empalagosas llamadas paternas.
Dhamar se sentó al borde de la cama emitiendo un largo suspi¬ro y contestó desganada:
—¿Bueno?
De inmediato abrió mucho los ojos y se puso de pie haciendo gran¬des aspavientos para que corriera a escuchar por el otro aparato.
—Es el doctor Marín —me indicó.
Me dirigí de prisa a la habitación contigua y levanté la bocina.
—Qué gusto oírlo, doctor —continuó Dhamar—. En la clínica nadie sabe de usted. ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
—Viajando —contestó—. ¿Y ustedes cómo han estado?
—De maravilla. El matrimonio, como usted dijo, es una aven¬tura llena de sorpresas.
—¿Buenas o malas?
—De las dos… Más buenas que malas.
—Me he tomado la libertad de llamarlos por dos razones. La primera, comentarles que me voy. En estas semanas he visitado varios lugares escogiendo uno para mudarme definitivamente.
—¿Adonde irá? —pregunté interrumpiendo por la otra línea con evidente desazón.
—Hola, Efrén. Me alegro de que estés escuchando. Mi nueva casa será muy pequeña —hizo una pausa como dudando—, y está muy lejos de aquí… En un sitio montañoso de difícil acceso…
Creí que era una broma… Pero la voz del doctor Marín se es¬cuchaba más grave que nunca.
—¿Está hablando en serio? —preguntó Dhamar con sincera incredulidad.
Sabíamos que el doctor amaba la naturaleza y era un tanto mís¬tico, pero nunca supusimos que a tal grado.
—He trabajado mucho. Mi vida ha sido terriblemente agitada. Ustedes no se imaginan… —y se quedó callado por unos segun¬dos—. Por eso he vendido todo y me marcho. Tengo algunas aficiones (¿u obsesiones?) que se realizan mejor en soledad y cerca de la naturaleza. Voy a controlar la locura de mi existencia y realizar mis más atrevidos sueños. Siempre hice cuanto conviene a la vista de otros. Ahora haré lo que quiero hacer. No me importa que me tachen de demente… Incluso a muy poca gente le he dicho lo que pretendo.
—¿Cuándo se va, doctor? —preguntó mi esposa dejando de poner en tela de juicio sus palabras.
—El próximo sábado. Ésa es la segunda razón de mi llamada: quiero hacerles una invitación para despedirnos personalmente.
— ¿Dónde nos vemos? —pregunté sin preocuparme por disimu¬lar mi ansiedad
—En esta casa —y de inmediato reparé en que no dijo “en mi casa”—. Me gustaría que vinieran a cenar mañana…
—Por supuesto —contestó Dhamar—. ¿Nos puede dar su di¬rección?
Salté para tomar hoja y pluma. Anoté los datos cuidadosamente, nos despedimos de nuestro amigo y depositamos los aparatos con cierto dejo de extrañeza. Dhamar y yo no reñimos más. Era difícil creer algo así. ¿El empresario soñaba con convertirse en gurú? ¿El médico citadino se dedicaría al campismo empírico? ¿El científico al arte natural? ¿Qué clase de locura era ésa?
Mi esposa y yo evitamos comentar nada, pero ambos tardamos mucho en conciliar el sueño.
En la casa del doctor no se veían paquetes, maletas ni ningún otro indicio que confirmara su mudanza. Por el contrario, la acolchada alfombra impecable, la luz tenue, la música de Mozart y el delicioso olor a queso fundido daban al recinto un acogedor ambiente hogareño.
—Pasen —nos indicó alegremente después de saludarnos. Dhamar y yo nos movimos con cierta reserva. El sitio era amplio, de una elegancia y distinción a la que no estábamos acostumbra¬dos—. ¿Les costó trabajo llegar?
—No —contesté con excesiva formalidad—. Las indicaciones que nos dio eran muy claras.
—Tomen asiento, por favor. Ahora vuelvo. Dejé calentando una pizza en el horno.
Mi esposa y yo nos adelantamos con pasos cortos hacia la sala blanca y nos sentamos al borde de los sillones de piel.
Miramos alrededor sin decir nada.
Sobre el marco de la chimenea nos sonreía la fotografía de una mujer rubia de mirada dulce y labios sensuales. En el ángulo inferior derecho del papel brillante había una inscripción manus¬crita con tinta roja, ligeramente sesgada y con bella caligrafía de mujer. Le di un leve codazo a mi esposa para que la viera.
—¿No que el doctor era virgen? —le susurré.
A Dhamar le fue imposible contener una carcajada; se tapó la boca y bajó la cabeza para reír. Yo me puse de pie sonriendo.
La pared del vestíbulo estaba adornada con un par de cuadros en tonos blancos y negros pintados al carbón. Los miré de cerca. La sonrisa se me borro del rostro inmediatamente.
—¿Te gustan? —preguntó el doctor Marín saliendo de la cocina.
—Me parecen familiares.
—Tu madre me hizo el favor de traducirme un par de libros y yo le obsequié algunos cuadros parecidos.
Me quedé callado. Yo sabía que mamá había sido paciente del doctor. Ni más ni menos fue a través de una tarjeta que ella por¬taba en su bolsa como yo lo conocí… Me aclaré la garganta. Todo estaba bien, pero no dejaba de incomodarme la idea de que mamá hubiese estado sometida a algún tipo de terapia sexual.
—¿Quieren tomar algo? —preguntó el dueño de casa.
—Refresco —contestó Dhamar por los dos.
Al volver a sentarme quedé mucho más cerca del cuadro de la joven rubia.
—Pero cuéntenme —dijo nuestro anfitrión repentinamente—. ¿Cómo va el matrimonio? .
—Muy bien —respondí—. Mejor de lo que podría esperarse.
—Vamos —se acomodó frente a nosotros como un amigo íntimo—, a mí no deben tratar de impresionarme. Todos los recién casados tienen problemas… Háganme confidencias. Tal vez des¬pués de hoy no nos volvamos a ver.
—Pues… —titubeé—. Cada día se aprenden cosas nuevas y la relación va cambiando… ¿Sabe, doctor? He reflexionado que, tarde o temprano, todos los matrimonios pierden ese extraordina¬rio amor apasionado del noviazgo y van adquiriendo indiferencia. Eso me preocupa mucho porque no me gustaría que nos ocurrie¬ra. Me pregunto si habrá alguna forma para mantener al amor siempre vivo.
—Claro que la hay —respondió—. Les voy a dar una receta bastante heterodoxa. La mayoría de las personas a quienes se las he comentado protestan de inmediato. Aparentemente es ilógica, pero la pareja que la practica tiene garantizada una vida amorosa mucho más plena y profunda.
—¿Cuál es?
—Cuando todo esté peor entre ustedes, acerqúense uno al otro y trátense bien AUNQUE NO LES NAZCA. Sean amorosos por fuera, aunque por dentro tengan deseos de estrangularse mutua¬mente.
Fruncí las cejas sin entender.
—Imagínate que llegas a casa de mal humor —aclaró—; ambos tienen razones para sentirse enfadados, pero a pesar de eso saludas a tu esposa con un beso, como si nada hubiese ocurrido, y ella trae las pantuflas y te prepara una rica cena. Aunque haya una cuenta pendiente, el ambiente creado por el buen trato y el contacto físico permitirá saldarla más fácilmente, o minimizarla al grado en que ya no se necesite hacerlo. No vale la pena perder lo más por ganar lo menos. Si hay un enojo terrible no discutan de inmediato respec¬to a él. La ira los hará decir cosas de las que después se arrepenti¬rán. Sepárense por un tiempo. Después abrácense, bésense, hagan el amor y entonces hablarán mejor… SER CARIÑOSOS, AUN¬QUE NO LES APETEZCA, puede servir a veces para enderezar las terceduras. Y no me refiero a que aparenten ante los demás su amor sino a que lo aparenten entre ustedes dos, en la intimidad. NADIE PUEDE COMPORTARSE AFECTUOSAMENTE POR MUCHO TIEMPO SIN RECUPERAR EL AFECTO… ¿Se dan cuenta? Los cónyuges inteligentes no actúan cariñosamente porque sientan amor, sino por el contrario: sienten amor gracias a que actúan cariñosamente…
—Qué interesante —dije con la vista perdida, y en un gesto de broma me acerqué a mi esposa para abrazarla.
—¿Y si uno siente deseos de darle un revés a su marido por hipócrita? —preguntó ella con una sonrisa enorme.
—En vez de eso abrázalo y más pronto de lo que se imaginan el incendio de la ira habrá sido sofocado.
Se puso de pie para ir por una jarra de cristal con un líquido color durazno. Mientras servía los vasos señaló:
—Hay algo más que me preocupa. ¿Cómo han seguido relacio¬nándose con sus respectivas familias?
Dhamar y yo nos miramos sin que ninguno se atreviera a contestar. ¿El doctor era brujo o adivino? Había tocado nuestro ta¬lón de Aquiles. Fue Dhamar quien se animó a decir:
—Efrén visita a su madre casi a diario. Le da la mitad de lo que gana. Mi suegra, con muy buenas intenciones, no lo niego, me aconseja cómo debo cocinar y administrar mi casa, pero eso a mí me molesta.
—Y Dhamar no concibe un fin de semana sin sus papas —me defendí de inmediato—. Nos reunimos con ellos todos los sábados y domingos, pero mis suegros sobreprotegen a su “bebé” y mis cuñaditos viven burlándose de nosotros.
Asaf Marín movió la cabeza negativamente. Era eso precisa¬mente lo que él temía.
—Cuando la pareja cuenta con los elementos para triunfar en su matrimonio, sólo un obstáculo puede interponerse echándolo todo a perder: LAS FAMILIAS DE AMBOS… Es posible que a cada uno por separado le siente muy bien la compañía de sus padres y hermanos, pero a la pareja puede serle fatal. Cuando, por ejemplo, se vive en la misma casa que los suegros, o simplemente cuando éstos gustan de husmear en la intimidad de los nuevos esposos, sobrevienen problemas gravísimos. Dhamar, Efrén, córtense el cordón umbilical de una vez. Aunque duela. Hagan un esfuerzo por darle preferencia a su matrimonio. Hablen cada uno con sus padres y pongan reglas claras. Sólo así podrán llegar a ser felices juntos. Millones de parejas pasan los domingos, cada quien por separado, en su antigua casa. Estando en el nido donde crecieron, ninguno de los dos “adultos” siente necesitar a su cónyuge. Pero eso equivale a dejar de luchar por el hogar. No hay nada más cómodo que contarle nuestras tristezas a mami y sentarnos a comer lo que tan “sabiamente” nos prepara, pero tampoco hay actitud más inmadura y perjudicial. Tuve pacientes que, a punto de divorciarse, lograron salvar su matrimonio de modo total, ¿saben cuándo?, inmediatamente después del fallecimiento de uno de los padres políticos que tenía gran influencia sobre sus vidas. Re¬flexionen, por favor. Si no existieran sus familiares y ustedes estuvieran absolutamente solos, perdonarían mutuamente sus errores con mucha más facilidad al no tener que explicárselos a nadie. Sigan amando a sus padres y hermanos, porque esto es signo de entereza, pero declaren firmemente su independencia ante ellos. Si no cooperan, aléjense. Emprendan solos esa aventura extraordinaria que se llama matrimonio con la misma despreocupación con la que desobedecían a todos antes de casarse. A mi juicio, si no es lo único que necesitan hacer, sí es lo más importante y urgente.
Dhamar y yo nos miramos de soslayo como dos niños que acaban de ser sorprendidos en flagrante travesura. Le tomé la mano y correspondió a mi caricia con un ligero apretón.
—Ahora háganos usted confidencias a nosotros —dijo mi espo¬sa con su habitual agudeza—. ¿Cómo está eso de que se va de cenobita?
Asaf Marín sonrió.
—Hace muchos años que vengo pensando cómo los hombres somos juguetes de las circunstancias —comentó—. Elegimos para vivir el sitio que de alguna forma se nos impone. Estamos a disgusto con muchas cosas, pero nos resulta más cómodo adaptar¬nos que cambiar… Verás… Siempre he soñado con poder, algún día, cancelar todos mis compromisos para dedicarme a lo que más me gusta hacer… Simplemente. No tengo familia y amo la naturaleza. Quiero morir cerca de ella, pintando, produciendo mi propio alimento, meditando, creando, acercándome a Dios…
Así que era en serio…
Miré hacia mi derecha y observé sin querer el retrato de la jo¬ven rubia.
—¿Y su novia? —pregunté con la desfachatez de alguien a quien se le ha dado demasiada confianza.
El doctor se encogió de hombros con un ligero rictus de desagrado.
—Yo no tengo novia, Efrén.
Bajé la cabeza avergonzado por haber sido imprudente.
—Me casé dos veces —continuo—. Ahora estoy solo… Mi segunda esposa murió en un accidente de tránsito… Dhamar estuvo en el sepelio.
—Pero esta casa —comentó mi esposa saliendo al rescate de mi embarazosa situación—, ¿no piensa venderla? Todo está tan arre¬glado, tan acogedor, que me parece difícil creer que se irá de¬jándola así.
—Ésa es una de las razones por las que me urgía verlos personalmente…
Se detuvo con un tono de nerviosismo que no le conocíamos.
Mi desazón aumentó al escuchar eso. ¿Qué tenían que ver los bienes raíces del doctor con nosotros?
—He vendido todas mis propiedades, excepto ésta y otra más… Verán… La casa en donde viven —titubeó—, ¿cómo la consiguie¬ron?
No contestamos. Mi corazón comenzó a latir rápidamente. Antes de la boda yo le había comentado al doctor que un amigo de mi madre nos la prestó mientras encontráramos algún lugar definitivo, en renta… ¿Por qué nos preguntaba lo que ya sabía? ¿Acaso pensaba rentarnos la suya? Era mucho más de lo que po¬díamos esperar y merecer.
—¿Saben quién es el dueño del inmueble que actualmente habitan?
Movimos la cabeza negativamente, visiblemente asustados. ¿Es que él sí lo sabía?
Frunció las cejas… Le resultaba difícil decirnos lo que tenía en la punta de la lengua.
—El propietario soy yo…
Un extraño mareo que suele acompañar a las grandes sorpresas me hizo abrir los ojos de forma desmesurada. No había nada de malo en que el doctor nos hubiese dejado habitar provisionalmen¬te una de sus residencias, pero, ¿por qué lo hizo a través de mi mamá? ¿Por qué ambos nos lo ocultaron? ¿Es que acaso tenían una relación “especial”? ¿Era mi madre más que una buena paciente de él? Y si no era así, ¿por qué el secreto? ¿Había algo de lo que pu¬dieran avergonzarse?
La cabeza comenzó a dolerme como si una avispa hubiese in¬crustado su aguijón en mi sien.
Repentinamente recordé aquella primera comida frustrada, cuando invité a Dhamar a conocer la casa. Estando en la mesa, mi entonces amiga y yo comenzamos a comentar los problemas del doctor Marín. En ese momento miré cómo el rostro de mamá se había apagado de forma extraña: parecía más vieja de lo que era, callada, absorta, atrapada en sus elucubraciones. Tal vez no pen¬saba en la amenaza de la madre de Joana o del militar sino en su terapeuta sexual… de quien inocentemente nosotros estábamos hablando.
Y aquella noche, cuando me confesó nuestro pasado familiar, detecté que sus conceptos sobre el amor y el sexo eran demasiado coincidentes con lo escrito en la revista del doctor. ¡Ella la había leído antes que yo!
Mi mente trabajaba a mil ideas por minuto
¡Qué ingenuo había sido!
—He querido que vengan para hacerles personalmente un obsequio —dijo nuestro anfitrión poniéndose de pie y comenzando a caminar lentamente en círculos, como si le faltara el aire—. Yo no necesito la casa en la que ustedes viven… Es decir, pensaba venderla, pero cambié de idea —tomó un sobre tamaño oficio que estaba en la mesa del comedor y extrajo de él varios folios—. Ten —me lo entregó—, es un poder notarial… para que, como dueños del inmueble, a partir de hoy hagan con él lo que quieran…
Dhamar tenía la boca abierta sin comprender una palabra. Yo no me atrevía a comprender cuanto era obvio… Estaba a punto de explotar. Una ansiedad inmovilizante inundó cada uno de mis músculos. En ese momento recordé la incongruente y repentina solvencia económica que tuvimos los últimos dos años… Automó¬vil, computadora, ropa, tarjeta de crédito, alfombra, decoración…
—Y en esta casa en la que nos encontramos —dijo el doctor lentamente— vivirá, a partir de la próxima semana, tu mamá, Efrén…
El choque emocional me hizo mover la cabeza negativamente. Cerré los ojos y me los froté con fuerza para recuperar la claridad de la vista. Queriendo sobreponerme fijé la mirada en un costado.
El retrato de la joven rubia apareció delante de mí con su bella sonrisa.
Leí la dedicatoria y sentí que la tierra se abría bajo mis pies.
Decía:
Papá:
Te obsequio esta fotografía con todo el amor de mi ser.
Marietta

8..LA NOCHE DE BODAS.

LA NOCHE DE BODAS.

No obstante que el futuro prometía grandes sorpresas, la alegría se negaba a fluir de forma natural en mi fuero interno. Ignoraba la causa de esa profunda tristeza, de esa espina indefinible clava¬da en mi corazón, pero ahí estaba. Se lo conté a Dhamar esperando que ella pudiese ayudarme.
—¿Será por Joana? —me preguntó.
—No lo creo.
—¿Entonces por qué? Analiza los cabos sueltos de tu pasado. ¿Le debes algo a alguien?
Como chapuzón de agua helada cayó sobre mi entendimiento el recuerdo de una persona a quien había pretendido olvidar para siempre.
—Jessica… —murmuré.
—¿Quién?
Le platiqué a Dhamar de forma sucinta todo lo relacionado con aquella muchacha.
Mi novia palideció y no dije nada.
—Debo buscarla —comenté—, Jessica desapareció de mi vida después de que le di el dinero. Quizá no tuvo el valor de abortar; quizá el embarazo se malogró por alguna otra razón; quizá nunca estuvo embarazada —me puse de pie y tomé las llaves del auto—. ¡Tengo que saberlo, ver en qué puedo ayudarla, pedirle una dis¬culpa… no sé, al menos hablar con ella!
Subí a mi recámara por la libreta de domicilios y teléfonos. Cuando bajé, Dhamar seguía sentada en la sala con la vista perdida.
Quiero acompañarte —susurró.
En el camino permaneció en silencio. absorta con sus pensa¬mientos. Al llegar, sólo yo bajé del coche.
Toque la puerta de la casa. Un anciano abrió. Me informó que había rentado el inmueble hacía tres meses y que ignoraba adonde se habrían ido los inquilinos anteriores.
Le di las gracias y corrí al teléfono público de la esquina. Hojeé con nerviosismo mi antigua libretita y marqué los números de varios amigos que conocían a Jessica. Ninguno me dio señales de ella. Nadie conocía su paradero. Lo más que pude obtener fue el dato de que había abandonado la universidad poco tiempo atrás. Pasé más de treinta minutos en la cabina telefónica. Intenté por todos los medios saber de ella, pero fue inútil. Si alguien pudo darme información, no quiso hacerlo…
Caminé hacia el automóvil absolutamente desmoralizado. Dhamar se veía más tranquila.
—Es muy doloroso enterarme de todo esto —me dijo—. Pero sería más doloroso que me lo ocultaras…
Fuimos a la iglesia local para definir algunos detalles de la boda que habían quedado pendientes con el párroco.
Entramos al recinto y al mirar el enorme y silencioso templo nos quedamos de pie, inmóviles… Le pedí a Dhamar que me ayudara a orar. Deseaba hablarle a Dios, pedirle por aquella joven, por su hijo incierto, por que ambos estuvieran bien.
Mi novia me tomó ambas manos y se puso de rodillas. La imité. Cerró los ojos tocando su frente con la mía y comenzó a rezar muy despacio, entrecortadamente. No quise levantar la mirada porque me sentí indigno. Dejé que ella intercediera por mí. Ignoro si funcionó, pero de una cosa pude estar seguro: en ese momento algo muy profundo cambió entre Dhamar y yo.
Saliendo de la iglesia, me comentó:
—Últimamente te he notado muy extraño… Desde que regresé del viaje te has comportado… no sé… diferente.
Me senté en una banca de piedra y le pedí con una seña que se sentara a mi lado. Obedeció sin poder disimular su deseo de es¬cucharme.
—Cuando te fuiste sufrí mucho —comencé—. Esos días signi¬ficaron una pequeña muestra de lo que sería mi vida lejos de ti. Enfermé. Tuve un colapso nervioso… En mi delirio comprendí que era en verdad singular la forma en que Dios se comunica con los hombres: con cada quien a su tiempo, por medio de casualida¬des o a través de la voz de otros seres humanos… y entendí también que mi tiempo había llegado. Recordé la primera discusión que tuve con el doctor por la cruz de su despacho, tus oraciones antes de comer en el restaurante chino y en mi casa, la sensación de plenitud que me inundaba siempre al estar cerca de ti ya que, a tu vez, estabas cerca de Dios… Y finalmente me enfrenté con algo inesperado: una carta de mi hermana.
—¿Cómo dices? ¿Marietta te escribió…?
—Desde hace tiempo quería mostrarte su carta.
Extraje el sobre de la bolsa de mi camisa. La tomó con precau¬ción, como alguien a quien se le confiere el cuidado de un tesoro.
—¿Puedo leerla?
—Por supuesto… Debes hacerlo.
—¿Todo esto que te sucedió al separarnos modificó de alguna forma tu modo de pensar sobre el tema espiritual?
—No fue al separarnos. La transformación se operó muy lenta¬mente. Comenzó muchos meses atrás. Era como si fuerzas supe¬riores me hubiesen estado presionando para que levantara la cara.
—¿Y me puedes decir cómo piensas ahora?
—Por las noches visualizo el día en que llegaré al altar tomado de la mano nada menos que de quien ha de ser mi compañera para siempre. Cuando eso ocurra, me uniré a ti abierto a la presencia de Dios. Pienso que Él vive, que está muy cerca. No quiero que haga¬mos de nuestra boda un vulgar formulismo social. Nunca entendí esto, pero ahora creo que casarse es entregarse públicamente al Señor, una muestra con testigos de la humildad como pareja, un verdadero acontecimiento en el que debe sentirse la caricia iniguala¬ble de un padre celestial, infinitamente amoroso, que nos conoce muy bien, que perdona todos nuestros errores y que nos honra con la promesa de acompañarnos en esa extraordinaria aventura.
Dhamar me miraba con los ojos muy abiertos en un gesto de asombro superlativo.
–No lo puedo creer susurró apenas.
Los días siguientes pasaron sumamente rápido.
Seguimos al pie de la letra las instrucciones del doctor Marín: durante casi tres meses no nos tocamos. Y, aunque no fue fácil, salimos victoriosos.
Los organismos jóvenes se recrean tanto con el contacto físico que el experimento para medir si se trataba de amor verdadero nos pareció una contundente prueba de fuego. Era obvio que si todos los novios la hicieran la mayoría terminaría dándose cuenta de que sólo sus cuerpos se amaban. En nuestro caso comprobamos que, aunque teníamos mucho que aprender el uno del otro, sí existía una atracción superior, un magnetismo que iba más allá del sexo, más allá incluso de nuestras mentes y voluntades.
Todo lo anterior contribuyó a que la boda por la Iglesia fuese un acontecimiento verdaderamente portentoso. De rodillas frente al sagrario, rozando el costado de la mujer a quien me estaba enla¬zando en matrimonio, los ojos se me llenaron de lágrimas. Reviví sin querer el daño que causé a tantas muchachas y el rencor que abrigué hacia mi madre durante años. Nuevamente me sentí pe¬queño e insignificante ante la presencia divina, pero esta vez estaba realmente deseoso de que limpiara toda mi inmundicia… Entonces yo, que no me había sentido digno, yo, que no había sabido cómo hacerlo, me entregué total e incondicionalmente a Dios. Pidiendo perdón le ofrecí mi cuerpo, mis bienes materiales, mi vida en¬tera… Después de hacerlo respiré una infinita paz… Algo anor¬mal, incomprensible para muchos que puedan oírlo. Sentí clara¬mente que EL nos miraba y cuando el sacerdote levantó la mano para bendecirnos percibí que mi esposa estaba llorando y me apre¬taba el brazo con fuerza.
El padre de Dhamar no logró hacer el negocio foráneo que tuvo en mente y con el dinero ahorrado al cancelar su cambio de resi¬dencia, organizó como recepción de nuestra boda una verdadera fiesta. Echó, como suele decirse, la casa por la ventana. Hubo vinos exóticos, viandas extrañas, dos orquestas que tocaron alter¬nadamente las piezas más escogidas; dijo un discurso conmovedor y el doctor Marín hizo el brindis de forma jovial pero sustanciosa
A mí siempre me divirtieron las costumbres tradicionales de correr por todo el recinto al son de “Ia víbora, víbora, de la mar”, arrojar el ramo y luego la liga, cargar al novio entonando la mar¬cha fúnebre y aventarlo por los aires como muñeco de trapo, pero después de ser la víctima directa de tan singulares procedimientos no volví a juzgarlos como gratos.
A las ocho de la noche Dhamar y yo comenzamos a despedirnos de los invitados. Teníamos boletos de avión al Caribe y queríamos cambiarnos la ropa de boda por atuendos más cómodos y propios para la ocasión.
Nos acercamos a nuestro padrino de viaje de bodas. Le dimos las gracias por todo y lo abrazamos fuertemente.
El hombre parecía cansado y viejo, pero en su alegre mirada no dejaba de asomarse una sincera muestra de optimismo.
En los últimos días sus problemas se habían agudizado. Dhamar me dijo que vendió la clínica por razones y proyectos desconocidos que seguramente no eran, ni los unos ni los otros, nada halagüeños. Sentí tal cariño por ese hombre que tuve el intenso deseo de poder brindarle alguna ayuda, pero, ¿qué podía dar un jovencillo recién casado a un señor que lo sobrepasaba por mucho en edad, sabiduría, madurez, y que, por si fuera poco, era quien había financiado su viaje de bodas? Además, ¿ayudarlo en qué? Sus problemas eran se¬cretos. Y cuanto Dhamar y yo imaginábamos al respecto no pasa¬ban de ser simples conjeturas.
—¿Qué piensas, Efrén? —me preguntó el doctor Marín—. Te has quedado muy serio.
Y para no parecer misterioso me atreví a formularle una pre¬gunta que había pensado hacerle antes de irnos.
—Usted nos ha enseñado mucho. Estamos a punto de partir a una nueva vida y quisiera oír de sus labios un consejo más. Algo para recién casados.
El médico reflexionó unos segundos y, cuando iba a comenzar a hablar, mi esposa lo interrumpió:
—Alto, doctor. No nos diga nada sobre amor, comprensión o psicología. Háblenos de sexo. Usted es un terapeuta sexual y nunca nos ha dado un consejo específicamente de esa clase.
No pude evitar reírme por la agudeza de Dhamar. La abracé por la espalda. El doctor también sonrió.
—Muy bien —nos dijo—, pero antes les voy a hacer una pregun¬ta individual. ¿En la relación sexual creen que lo fundamental es satisfacer a la pareja o satisfacerse a sí mismo?
—Yo pienso —me apresuré a contestar— que lo principal es satisfacer al compañero. Pensar sólo en uno mismo sería usar a la otra persona como objeto para lograr un placer egoísta. Dicen que no hay mujeres frígidas sino hombres torpes…
—Y tú, Dhamar, ¿qué opinas?
—Igual que Efrén.
—Pues me alegra que me hayan pedido un último consejo, porque están en un error. Tan malo es actuar egoístamente, sin tomar en cuenta los sentimientos del otro, como concentrarse únicamente en que el compañero disfrute. El verdadero placer sexual se da en el punto medio. No deben preocuparse por los re¬sultados, ocúpense sólo de su entrega total, sin inhibiciones ni téc¬nicas. Busquen su propio placer y con ello, curiosamente, estarán proporcionando a su pareja el mayor deleite. No hay para un hombre algo más sensual que sentir entre sus brazos a su mujer disfrutando. Y a ella nada la excitará más que experimentar de cerca el ardiente placer de su hombre. En la medida en que tú goces harás gozar a tu compañero. Únanse pensando en el otro, pero sin altruismo heroico, sintiendo plenamente, entregados al momento presente, haciendo a un lado temores y dudas. Dejen que sus cuer¬pos se fundan en uno sin que estorben prejuicios, formulismos o maniobras, y verán cómo ellos sabrán lo que tienen que hacer.
En ese momento se acercaron a nosotros los tíos abuelos de Dhamar para felicitarnos. La orquesta tocó un vals y los caballeros se formaron para bailar con la novia, mientras las damas se dieron prisa en pedirme un fragmento de la pieza.
Joana y su madre, la oveja negra de la familia, llegaron al con¬vite bastante tarde. Por fortuna el militar agresivo no las acompa¬ñaba. Nunca supimos en qué terminó lo de su enfermedad ni lo de sus reclamos y amenazas, pues no acudió a las citas del doctor. Simplemente desistió de molestarme. Fingí no verlas y Dhamar también las ignoró.
Cuando el baile terminó tuvimos que apresurar nuestra despe¬dida y ya no nos fue posible decir al doctor más que un adiós desde lejos.
Mi madre nos abrazó muy fuerte en la puerta de salida y lloró con una mezcla de alegría y pena. Me prometí no dtejarla sola aunque estuviera casado- Dhamar mientras tanto se despidió de sus padres.
—¡Déjenlos ir! —se escuchó una voz entrometida de mujer—, se les hace tarde.
Y tomando de la mano a mi esposa, sin volver la vista atrás, ba¬jamos corriendo las escaleras hasta el vestíbulo donde nos esperaba el chofer.
Nuestra noche de bodas estuvo cargada de intensas vibraciones.
Como la Sulamita de El cantar de los cantares, Dhamar se pre¬sentó en la habitación con ropa transparente. Como el rey David, me acerqué a ella admirando su belleza y la tomé ardientemente en mis brazos. Mi esposa se dejó tocar, besar, acariciar, y curiosa¬mente desbordó un entusiasmo, sensualidad e imaginación que nunca esperé de ella.
Con la visión que me permitía haber conocido la conducta sexual incipiente de otras chicas me asombré mucho de que Dhamar no tuviera las aprensiones y complejos que muchas de las féminas más experimentadas me demostraron. Su entrega estuvo motivada por una energía amorosa “que yo desconocía… y me sentía mal por ello… sumamente mal.”Traté de hacer caso al último consejo del doctor Marín. Borrar mi cinta. Dejarme llevar, olvidando las ideas aprendidas con otras mujeres para aprender desde cero otras nuevas con mi esposa, pero no lo logré. ¡Cuando creía estar listo para la noche más romántica de mi vida, me di cuenta con terrible desilusión de que yo ya había hecho eso antes, muchas veces, y que aquellas experiencias insulsas, como un veneno en mi alma, se empeñaban en robarle el encanto a ésta! El sistema sexual de Dhamar estaba limpie, intacto; para ella todo era novedad. El mío, en cambio, estaba ensombrecido por las cicatri¬ces de muchas fornicaciones sin amor. Sin embargo, quizá por eso, la deseaba más que a nadie en él mundo, sentía una apremiante desesperación por fundirme en ella, por purificarme mezclando su
candidez con un hastío). Necesitaba su cuerpo virgen, su alma de niña… Esperando que no se diera cuenta de mi trauma, actué de la forma más relajada posible, pero, contra mi voluntad, las técnicas y costumbres sexuales se hacían presentes a cada paso. Viéndolo con los ojos del raciocinio, yo era un amante experto; pero viéndolo con los ojos del corazón era un pobre diablo. In¬voluntariamente me acordaba de escenas que ensuciaban el mo¬mento; automáticamente comparaba el cuerpo de mi esposa con otros cuerpos; me perseguían los detalles de antiguos actos se¬xuales; se me fijaba en la mente, como una película de repetición continua, el encuentro íntimo con Jessica y la presencia insustancial de un bebé… muerto.
Es cierto que fui bastante diestro en desflorar a mi esposa sin dolor y que con cierta facilidad logré llevarla al éxtasis, pero también es verdad que mis movimientos no fueron como los de ella, espontáneos, naturales, legítimos… ¿Era lógico lo que me ocurría? ¡La mayoría de los hombres acumula experiencias y técnicas antes de casarse! ¡El sexo prematrimonial es el deporte más popular! ¿Por qué ningún libro habla de las secuelas psicoló¬gicas que ello puede dejar? ¿Por qué no nos lo advierte nadie? ¡La “basura de reminiscencia” del doctor Marín era verdad! Me sequé el sudor de la frente. ¡Dios mío, era verdad!
Abracé a Dhamar con mucha fuerza tratando de comunicarle a través de los poros de mi piel la manera en que la necesitaba, pero tuve deseos de llorar cuando todo hubo terminado.
Me prometí buscar al doctor para preguntarle, urgentemente, cómo podía solucionar ese delirio de persecución que me causaba el ayer. Entonces me deprimió el recuerdo de saber que había vendido su clínica.
Me acosté y cerré los ojos. Dhamar tardó mucho tiempo en conciliar el sueño. Tuvo su luz encendida un buen rato mientras escribía o leía algo, pero me fingí dormido para evitar explicarle la pena que esa entrega desigual me había causado.
Al día siguiente me despertó el trino de los pajarillos tropicales. Mi esposa, acalorada, había echado a un lado las cobijas y des¬nuda, boca arriba, con la dulce serenidad de una ninfa que duerme, me pareció más hermosa que nunca. No quise importunar su sue¬ño, a pesar de que ardía en deseos de abrazarla.

Sobre su buró vi una hoja doblada, escrita a mano por ella la no¬che anterior. Me incorporé lentamente y tomé el papel para leerlo. Decía:
Efrén:
Acabas de depositar tu cabeza en la almohada. Te observo acostado, cubierto únicamente por la sábana de satín. Imagino cuanto tiempo nos tomará conseguir dejar totalmente atrás el pasado que aún te persigue. Pero lo lograremos. Te lo aseguro. Cuentas conmigo. Hoy y siempre… Y quiero que sepas que no te reprocho nada. Que no siento celos retrospectivos y que soy tuya para toda la vida. Por otra parte necesito decirte cómo y en qué medida te amo. Eres un gran hombre, Efrén. Sensible, tierno, bondadoso, varonil, inteligente. Y me siento muy feliz de haber logrado aguardar para ti. Especialmente porque sé que tú sabes valorar eso.
Muchas veces me vi presionada y hasta empujada a tener sexo: rechacé incontables oportunidades. En realidad fue muy difícil esperar sin saber por qué o para quién, pero ahora que te tengo no sólo no me arrepiento sino que me siento muy satisfecho, de haberlo hecho.
¿Sabes? En este inmensurable enamoramiento, sintiéndome loca por ti, he deseado tener muchas cosas para darte, pero no soy rica, ni tengo nada material con qué demostrar mi absoluta entrega, y. . . Hace unos minutos me di cuenta con gran regocijo que tú no me pedías nada, no querías nada de mí EXCEPTO A MÍ… Me agradó observar tu ansiedad, tu mirada profunda, tu palpitar cardiaco. Fue hermoso sentir la desesperación de tus abrazos, la fusión de mi piel con tu piel. Te amé como nunca al entender que estaba en posibilidad de darte lo que tú más deseabas: mi cuerpo entero, completo, sin manchas, sin vesti¬gios.
Eso, para mí, ha justificado plenamente el sacrificio de esperar…
Esta noche ha quedado grabada con fuego en mi vida porque a mi vez gocé de ti, disfruté plenamente sabiendo que he de vivir contigo esta experiencia cientos de veces más y, aunque las próximas lleguen a ser mejores, SIEMPRE HABRÁ SÓLO UNA PRIMERA VEZ…
Cuando acabé de leer la carta ella se había despertado.
—Por qué tienes los ojos tan rojos? —me preguntó—, ¿estás llorando?
Pero no pude articular palabra. Limpié mi rostro con la muñeca y me acosté a su lado con la ternura y paz de la que carecí en la víspera.
Después de leer su carta hallé en el sexo el matiz distinto, cé¬lico, extraordinario, que tanto busqué la noche anterior.
Esa mañana supe realmente lo que era hacer el amor… por primera vez en mi vida.

7 ...PRUEBAS ANTES DEL MATRIMONIO.

PRUEBAS ANTES DEL MATRIMONIO.

Le dije a mamá que Dhamar había aceptado con gran júbilo mi propuesta y que el domingo por la tarde nos esperaría en su casa. Sin embargo, yo estaba temeroso no sólo de que nadie nos espe¬rara sino, sobre todo, de que ella estuviese en desacuerdo con mi precipitada petición.
Llegamos a la casa de mi novia cerca de las seis de la tarde. El hermano menor se asomó por la ventana y de un salto se volvió para dar a grandes voces la noticia de que ya estábamos ahí. Dhamar abrió la puerta. Me sorprendió verla vestida y arreglada de forma tan bella. Saludó a mi madre con un beso en la mejilla.
—¿A qué hora llegaron a la ciudad? —pregunté.
—Temprano —me tomó de la mano—. Le comenté a papá que ustedes querían hablar con él y se apresuró, bastante nervioso, a emprender el viaje de regreso.
—¿Le dijiste para qué queremos verlo?
—No. Pero se lo imagina.
—Y tú, ¿qué has pensado?
Extendió sus brazos mirándome con ternura sin poder evitar una gran sonrisa.
—Fue fácil decidir…
Mamá fingió no vernos cuando Dhamar y yo nos abrazamos.
La sala estaba elegantemente arreglada. Sobre la mesa de centro había vino y botanas finas.
—¿Y dónde vivirán? —preguntó preocupado el señor una vez que mi madre le habló de manera por demás emotiva y elocuente sobre la razón de nuestra visita.
—He conseguido que cierto conocido de trabajo muy estimado nos preste una casa que tenía abandonada mientras los chicos ha¬llan un departamento en renta —contestó ella.
Dhamar y yo nos miramos. También para nosotros era una no¬vedad.
—No me esperaba esto —dijo el hombre con pesar—. Siempre pensé que ese día todavía estaba muy lejano. Ella no sólo es nues¬tra hija mayor… Es nuestra amiga, el ejemplo de sus hermanos, la conciliadora… No va a ser fácil vivir separados.
Hubo un estatismo general después de estas palabras. Era mi turno de hablar. Aún no se había dado claramente el consentimien¬to y todos deseaban escuchar mi opinión.
—Yo quiero ofrecerle a Dhamar —comencé con una gran tensión—, en presencia de su familia, todos los bienes que pueda obtener con mi trabajo asiduo y honrado. Todavía no tengo mu¬chos, pero los tendré; todo es cuestión de tiempo… No los defrau¬daré a ustedes, pero sobre todo no la defraudaré a ella, pues la amo más que a mi vida misma —aquí la voz se me quebró un poco—. Edificaremos un hogar lleno de amor, la cuidaré… la defenderé siempre… hasta la muerte, si así fuese necesario.
Me puse de pie para entregarle un hermoso anillo de compro¬miso. Nos aplaudieron cuando la besé y, muy a pesar de lágrimas y lamentos de sus padres, fijamos la fecha para la boda en tres meses.
Dhamar y yo comenzamos a hacer los preparativos de forma apremiante. Nunca imaginamos que sería tan complejo, pero pusimos todo nuestro corazón y los problemas se fueron solucio¬nando poco a poco. Sin embargo, hubo algo que ensombreció nuestra luz interior, que inhibió nuestro entusiasmo: el temor de que su prima Joana, al enterarse, cumpliera sus amenazas tratan¬do de perjudicar nuestra unión. Después de todo, había intentado difamarme con mi madre y nada le impediría presentarse, esta vez, ante los padres de Dhamar.
Mi prometida y yo le dimos muchas vueltas al asunto. Sabíamos que la revancha de Joana era inevitable y no podíamos pedirle que callara, porque sería tanto como aceptar nuestro miedo a cuanto pudiera decir. Pero, ¿cómo evitar el impacto de su venganza ahora que estábamos tan vulnerables y expuestos? La única opción viable que se nos ocurrió fue la de hablar con ella en presencia del doctor Marín. Era un terreno neutral donde Joana se vería forzada a com¬portarse de forma ecuánime.
Dhamar la llamó para decirle que al médico le urgía hablarle personalmente; le dejó entrever que era algo relacionado con su última consulta y Joana, preocupada, aceptó acudir a la inespera¬da cita.
Llegué a la clínica con bastante anticipación. Esa tarde había pocos pacientes. Aprovechamos, antes de que llegara la temida prima, para entrar al despacho del doctor y darle la invitación de nuestra boda.
Asaf Marín no pudo reprimir una enorme sonrisa y nos abrazó cariñosamente.
Sonó el teléfono y Dhamar salió a contestar. En cuanto me quedé solo con el médico, éste comentó:
—Me parece tan extraño… —se acarició el mentón como du¬dando si decirme o no lo que le había venido a la mente. Tomó la tarjeta de invitación para observarla con detenimiento—. Una vez me dijiste que casarte sería lo último que harías, ¿recuerdas?
—Las personas tienen el derecho a cambiar de opinión.
—¿Y no será que tu nueva forma de pensar se deba a que has entrado con ella a la luna de miel?
—¿Cómo dice? ¿Que entré con ella a qué? —sonreí— No le entiendo.
—¿Han tenido relaciones sexuales?
—Más o menos…
—Cuando, habiendo amor, comienza la actividad sexual, em-
pieza también la luna de miel.
— ¿No se le llama así al viaje de bodas?
-Algunos le dicen así a eso. Pero la verdad es que la luna de miel no tiene nada que ver con el viaje, ni siquiera con la boda. La luna de miel es ese vivir en las nubes, flotando, por las delicias de! sexo, atolondrado por los aromas de la relación y tiene que ver con la entrega sexual amorosa, no con el estado civil.
—Ya entiendo… ¿Y eso qué tiene que ver con nuestra decisión de casarnos?
—Tal vez nada. Tal vez mucho. La luna de miel es un túnel lleno de sonidos exóticos, de aromas seductores, de colores increíbles. En cuanto la pareja entra a esa cueva pierde la capacidad de per¬cibir la realidad y suele hacer planes de unión eterna…
Me rasqué la cabeza sin acabar de entender.
—Hábleme más de eso.
—El sexo con enamoramiento incipiente es un perfume que oculta los verdaderos olores, una música que impide escuchar los sonidos ciertos, un vidrio teñido que no permite mirar de frente al compañero real. ¿Sabes cómo podrías comerte una bazofia detes¬table? ¡Poniéndole suficiente limón, sal y chile! El verdadero sabor de un encuentro amoroso se disfraza con el fuerte condimen¬to del sexo. A una pareja que ha llegado a obsesionarse por esa explosión física es inútil tratar de hacerla entender los peligros de su unión. Dentro del túnel en el que se encuentran no caben las apreciaciones de otros, no te escucharán pues habrán perdido el oído, no te verán, pues habrán perdido la vista… Efrén, la pasión del cuerpo es capaz de hacerte creer cosas que no existen y con base en ellas tomar decisiones trascendentales para tu vida. Pero el túnel no es eterno. Tarde o temprano se sale de él y entonces uno realmente se da cuenta de con quién se halla, junto a quién está durmiendo…
—Es interesante —contesté—. ¿De modo que usted recomenda¬ría no tomar decisiones importantes mientras se esté dentro de ese “túnel”? ¿Y si ya es demasiado tarde? ¿Es mejor postergar todo hasta salir de él?
—En un noviazgo eso puede tardar mucho tiempo.
—Supongamos que transcurra ese tiempo. ¿Al terminarse la luna de miel es posible decidir objetivamente?
—Cuando la luna de miel termina, los amantes siempre se enfrentan con problemas graves y discusiones serias. Entonces sobreviene una gran desilusión mutua y, no habiendo compromi¬so, acaece el rompimiento. Pero acabar una relación amorosa en la que hubo ese grado desexo es muy doloroso. Semejante a lo que sería una ruptura conyugal. Viene la depresión, la desconfianza, la tristeza; la ira, en sí, de haberse entregado totalmente a alguien que no lo merecía. Igual que en un divorcio. Se precisa enfrentar una crisis emocional inmensurable, una tragedia intrínseca, un dolor secreto proveniente de la autoestima herida. Entonces se busca desesperadamente consuelo en otros brazos, armando con rapidez el nuevo noviazgo erótico y como esto es un escape erró¬neo, pronto en la nueva pareja se da la desilusión y con ella el rompimiento, entrando a un terrible círculo vicioso que endurece el corazón y hace perder la fe en el amor. Es algo que no le deseo a nadie…
Tragué saliva. Mi madre era divorciada y en la plática que tuvimos me había transmitido ese sentimiento de impotencia y dolor, pero lo novedoso para mí era enterarme que ¡tanto la luna de miel como el divorcio podían vivirse sin importar que se estuviera o no casado!
—Dhamar y yo no hemos tenido aún relaciones sexuales com¬pletas —confesé—. Convivimos en ese aspecto, pero ella sigue siendo virgen.
El doctor Marín se quedó callado, mirándome profundamente. Sabía tan bien como yo que no se necesitaba el coito para aspirar los aromas alucinantes del sexo con amor.
—¿Y por qué se casarán tan rápido?
—Sus padres se irán a vivir a otro estado de la República y queremos hacer la boda antes de que eso ocurra.
Los profundos surcos de sus cejas parecieron acentuarse cuando bajó la cara. Había algo en lo que estaba en desacuerdo y curiosamente, aunque yo no cambiaría mi decisión ante ninguno de sus argumentos, me interesaba conocer todos los puntos de vista de ese hombre a quien había aprendido a querer y respetar.
—¿Pasa algo malo? —cuestioné.
—Hay muchos factores externos que suelen acelerar los trámi¬tes matrimoniales. La oposición de las familias, una amenaza de separación, un ultimátum de una de las dos personas, una depre¬sión emocional, etcétera. La combinación de sexo, que funciona como pólvora regada, y un factor externo, que hace las veces de chispa, suele producir las tan comunes explosiones de matrimo¬nios mal avenidos.
Tocaron a la puerta.
—Pase —dijo el doctor.
En cuanto Dhamar entró, todas mis dudas se disiparon. Se acercó para dejar sobre el escritorio de su jefe su agenda de citas y se sobresaltó cuando al pasar junto a mi silla la abracé por la cintura.
—Ésta es la mujer de mi vida. Yo no sé muchas cosas sobre sexo, pero sí sé que estoy dispuesto a luchar por ella hasta las úl¬timas consecuencias.
Asaf Marín sonrió y asintió bonachonamente. Dhamar se liberó suavemente de la presión de mi efusivo abrazo y se sentó junto a mí.
—¿De qué hablan? —preguntó.
El doctor se adelantó a explicarle:
—De la posibilidad de que su próximo matrimonio sea producto más de la pasión que del amor.
Dhamar se ruborizó al entender que habíamos comentado nues¬tra relación íntima, pero para mi sorpresa no defendió nuestra postura.
—¿Y cómo podemos saber eso? —increpó.
—Hay una prueba muy simple. Faltan casi tres meses para la boda, ¿verdad? Bien, pues en ese tiempo eviten todo contacto físico —propuso el médico—. No se besen ni en la mejilla, no se den la mano, no se abracen. Si pasan la prueba tendrán toda la vida para hacerlo. Únicamente hablen, discutan, planeen juntos los detalles del paso que van a dar. Si es posible véanse a diario y convivan como los grandes amigos que deben ser. Si sienten que la relación pierde totalmente su encanto y sentido al quitarle el contacto físico, entonces significa que no hay amor verdadero: suspendan la boda, aunque sus amigos y familiares los tachen de inmaduros o indecisos. Pero si durante esos tres meses en los que dejarán a un lado al cuerpo, su unión sigue siendo satisfactoria para ambos y se sienten felices uno junto al otro, aun sin el menor roce físico, entonces se trata de algo superior. De un amor que debe unirse en matrimonio.
Mi novia y yo giramos la cabeza para mirarnos.
—Es un reto interesante —dijo ella.
Me encogí de hombros.
—Ésa es la verdadera prueba del amor. A mi juicio no hace falta hacerla, pero si tú quieres…
Al ver a su jefe, con quien ella tenía pocas oportunidades de conversar, dispuesto a darnos sus mejores consejos, Dhamar apro vechó para preguntarle:
—¿Cuáles son las características que deben tener dos enamora¬dos para que su unión perdure?
El doctor Marín contestó con otra pregunta:
—¿Recuerdas el número de nuestra revista dedicado al noviaz¬go?
—Sí. Hablaba sobre intimidad emocional, afinidad intelectual y atracción química.
—Muy bien. Ésos son los primeros puntos, pero hay otros tres a considerar.
—¿Que no fueron publicados en esa revista?
—Sí. Dos personas que deseen unir sus vidas deben tener: “a) Temperamentos opuestos, b) Estilo de vida similar, c) Rea¬lización independiente “.
Extrajo del cajón central de su escritorio una carpeta con documentos escritos a máquina.
—Algunas de estas consideraciones son de la doctora Joyce Brothers —aclaró—, y yo las he ratificado y complementado a lo largo de muchos años de entrevistar cónyuges en crisis. Analice¬mos el inciso a). Si tu TEMPERAMENTO es tímido, te conviene enlazarte a alguien extrovertido; el derrochador debe hallar con¬trapeso en una pareja ahorrativa; el competitivo sólo será feliz al lado de alguien cooperativo; el reservado estará muy bien con la comunicativa, etcétera. Dos personas con caracteres iguales cho¬carán a cada paso; en cambio, si son opuesta en temperamento, ambas se complementarán y enriquecerán mutuamente.
—Muy bien —dije entusiasmado—: Dhamar es muy formal y yo suelo ser más alegre. A mí me gusta hablar en público, contar chistes en las reuniones y a ella le aterra la idea de que la gente guarde silencio para escucharla. Yo soy arrebatado y ella pru¬dente…
—Una de las cosas que más me atraen de Efrén -completó Dhamar— es su carácter tan distinto del mío.
—De acuerdo. Si tienen temperamentos opuestos empezamos bien. E! inciso b) es el ESTILO DE VIDA SIMILAR En este punto influye mucho el ambiente socioeconómico de las dos familias de las que se proviene. Cuanto más se parezcan sus hogares ante¬riores, más compatibles son ustedes en hábitos. Al tener formas de vida análogas estarán de acuerdo en las cosas más importantes: la educación de los hijos, cómo y dónde vivir, qué comer y en qué forma, cómo pasar el tiempo libre juntos… Habrá problemas si uno fuma, toma o juega y el otro no; si sólo uno es naturista o vegetariano; si sólo uno lleva su religión correctamente; si sólo uno es deportista; si uno detesta el encierro y el otro adora las cuatro paredes de su casa…
A Dhamar le preocupó algo y trató de aclararlo:
—¿Qué importancia tiene la religión en los esposos?
—Muchísima. Las estadísticas dicen que los matrimonios más felices y duraderos son los que comparten el mismo credo y conllevan un desarrollo espiritual similar. Parecerá un detalle nimio, pero en la familia es la mejor garantía de que todo, a fin de cuentas, irá bien.
Mi novia se quedó callada y bajó la cabeza. Eso significaba que nuestra felicidad de ninguna forma podía estar garantizada.
Quise hablar, decirle que no tuviera miedo, que algo muy grande había ocurrido en mi interior cuando estuvimos separados por la distancia. Ella aún no estaba enterada de aquel quebranto espiritual, del huracán interno que derrumbó mi egolatría desde sus cimientos, del encuentro con la carta de Marietta, de esa humildad que había sofocado mi autosuficiencia para siempre. Pero como tardé mucho en intervenir, el doctor continuó explicando:
-El inciso c) y último es la REALIZACIÓN INDEPENDIEN¬TE. Cada quien es un individuo autónomo y debe tener sus metas personales, sus actividades creativas y, aunque todo lo realicen juntos, ambos deben luchar por ellas separadamente. Cuando uno de los cónyuges pone su felicidad y realización en función del otro, se crea una relación asfixiante y pueril, similar a la que tiene un niño con sus padres.
El doctor se detuvo en espera de algún comentario, pero, al me¬nos yo, me estaba esforzando más por comprender que por opinar.
—Recapitulando los tres incisos —concluyó—, el retrato de una pareja perfecta para casarse sería: dos personas con caracteres opuestos, con hábitos de vida parecidos, cuyas familias paternas sean culturalmente similares, con la misma religión, desarrollo
espiritual aproximado, y cada una con su profesión y objetivos de realización individuales.
—Es muy interesante —dijo Dhamar —, pero si se tomaran en cuenta tantos requisitos sería muy difícil hallar pareja.
—Claro, linda —contestó el doctor—. Pero si fueses a arriesgar todo tu capital en una empresa asociándote con otra persona la investigarías analizándola fríamente, harías un contrato cuidado¬so y pondrías mucha atención antes de estampar tu firma, ¿no es cierto? Pues el matrimonio es esa empresa, y más. El amor jamás hará todo por sí solo cuando falten los elementos básicos que aca¬bamos de comentar.
—¿Y el sexo? —inquirió nuevamente ella—. ¿No se le ha olvi¬dado? Dicen que la causa principal de los fracasos matrimoniales es la falta de acoplamiento sexual.
—Eso dicen, pero es una gran mentira: uno de los mayores mitos sociales difundidos por médicos poco agudos. Es cierto que el mal engranaje sexual produce separaciones maritales, pero está muy lejos de ser la causa principal. Ustedes no se imaginan cómo las parejas que se aman luchan y triunfan frente a alguna disfun¬ción psicosomática y cómo, por el contrario, los cónyuges en los que no hay amor profundo, aun cuando pudiesen acoplarse perfec¬tamente en el aspecto físico, hacen del sexo un acto egoísta y de¬testable para terminar separándose, según ellos, por su culpa. La verdadera razón de los fracasos maritales es mucho más sencilla y difícil de aceptar: a veces sólo recae en la costumbre de pensar mal del compañero y la falta de madurez para entender que el amor marital es algo que se APRENDE con más esfuerzo y tenacidad de! que se necesitaría, por ejemplo, para aprender a tocar el piano. En¬tiendan esto de una vez: una buena relación sexual no hace al ma trimonio, y una mala tampoco lo destruye…
—Pero es cierto que algunas parejas tienen problemas en la cama, ¿no? —intervine — . Para identificarlos a tiempo, en la íacul tad los maestros recomiendan el sexo prematrimonial.
— ¿Algunas parejas tienen problemas en la cama? —repitió el doctor Marín enfatizando irónicamente la palabra “algunas”— Te equivocas: ¡todas los tienen! No hay un solo matrimonio que no se haya enfrentado con trabas en la práctica sexual. Pero esas trabas sólo se convierten en puntos de ruptura cuando taita el respaldo
emocional. Con verdadera comprensión ninguno de los dos pre¬siona ni exige al que está fallando. Tomados de la mano en un extraordinario ambiente de complicidad, luchan juntos y, a menos que se trate de dificultades funcionales, que son raras, resuelven sus problemas siempre… De modo que “hacer la prueba” para medir la compatibilidad antes del matrimonio es ilógico e infantil. Los profesores que lo recomiendan suelen ser jovencillos inte-lectualoides más morbosos que bienintencionados. La experiencia erótica de los solteros es sólo una sombra, una caricatura de la verdadera problemática a la que se enfrentarán de casados. Y definitivamente, en caso de detectar algún inconveniente sexual, éste no sería una razón tan significativa como otras para decidir si deben casarse o no…
—Entonces, ya que no es el sexo el principal motivo de los problemas en el matrimonio, ¿cuál es? —pregunté.
—Las primeras y más comunes causas de riña son tan vulgares, tan poco románticas, que te van a desilusionar: estoy hablando ni más ni menos que de LA LUCHA POR EL MANDO Y LOS DE¬SACUERDOS SOBRE EL DINERO. Algunas de las preguntas de mayor conflicto que se plantean en un hogar son: ¿Quién va a dis¬poner lo que se hará en un caso determinado? ¿Quién tiene mayor autoridad? ¿Quién sabe más al respecto? ¿Por qué derrochas el dinero? ¿Cómo es posible que no ganes más? ¿Ya te diste cuenta de todos tus errores? ¿No te importa dar un mal ejemplo a tus hijos? ¿Por qué me contradices frente a la gente? ¿Eres tú quien manda o soy yo…?
No pude evitar sonreír. ¡Dinero y poder! En verdad eran cosas vulgares, nada comparables con la sublime idea de que el sexo fuese el principal motivo de los problemas.
—Las discusiones sobre autoridad y economía —comenté en son de broma— se acabarán cuando el “sexo débil” deje de ponerse al tú por tú con el “fuerte”.
Dhamar giró por completo para mirarme frunciendo el ceño. Yo sonreía artificialmente enseñándole la dentadura como un mico.
—Los hombres son más débiles —se defendió—. Exageran sus dolencias, se cansan más rápido con las tareas cotidianas y no soportarían el trauma de un parto. Desde el nacimiento se ve: los bebés masculinos enferman y mueren en mucho mayor porcentaje
que los femeninos; las niñas, desde la primaria, son más suspica¬ces, rápidas, ordenadas y creativas que los niños.
—Pero de mayores, ¿qué tal? —pregunté—, los varones…
—Alto —interrumpió el doctor Marín—. Han tocado un punto básico de las relaciones humanas. Algo fundamental, verdadera¬mente trascendente para la convivencia entre hombre y mujer.
—¿A qué se refiere? —pregunté confundido.
—A la clave que te permitirá valorar de una vez por todas quién es quién en este mundo.
Alcé las cejas sin acabar de entender las intenciones del médico, que se inclinó hacia adelante con evidente exasperación, como si se le hubiese presentado la oportunidad de decir una verdad vital.
—Tiene razón Dhamar. Las mujeres son más fuertes que los hombres. Incluso en el aspecto sexual. Ellas son capaces de tener encuentros íntimos mucho más prolongados y satisfactorios sin sentirse agotadas; ellas viven más en promedio, enferman menos, son más intuitivas, se adaptan y sobreviven más fácilmente; son, en potencia, mucho más inteligentes y…
—Entonces, ¿por qué no son las dueñas del mundo? —inte¬rrumpí.
—Por un factor muy simple. Efrén, debes entender muy bien lo que voy a decirte y no olvidarlo nunca. Algo pasa con esas niñas brillantes en cuanto entran en la adolescencia; su organismo les juega una broma terrible: comienza a bombardearlas, mes a mes, con hormonas poderosas que les producen un eterno desequilibrio emocional. Cuando estés casado te sorprenderá que tu compañera cambie repentinamente de humor, que haga cosas incomprensi¬bles, que llore por asuntos que considerarás tontos, que se emocione por detalles extraños para ti, pero jamás deberás echár¬selo en cara. Los maridos califican a sus esposas de inestables, locas o histéricas porque en tres días echan a perder todo lo construido en un mes, y ellas, ignorantes de lo que realmente les ocurre, reconocen sus errores y van agrandando el grave complejo de inferioridad que distingue a muchas por haberse creído el cuento absurdo de ser el sexo débil. ¡Pero es una gran mentira! Ellas no tienen la culpa de cuanto les ocurre. Las mujeres de éxito reconocen que el secreto de su triunfo ha sido aprender a controlar las crisis hormonales; en cuanto perciben una, rehuyen las amis-
tades para evitar hablar “de más”, hacen deporte, se entregan al arte, se encierran en soledad, lloran y recobran fuerzas con intenciones de poder seguir luchando en un mundo de hombres hormonalmente estables. El varón nunca dominaría a una mujer, pero las hormonas lo han hecho. Les han dado el romanticismo, el instinto maternal, la sensibilidad extrema, y con ello las han dejado en desventaja para la guerra del poder. Esto puede parecer injusto; sin embargo, es un designio de la Naturaleza porque sólo los SERES SUPERIORES, como ellas, son indicados para realizar la tarea máxima del ser humano: dar a luz, criar y educar a un niño…
Vi a mi prometida con los ojos llorosos y sonriendo ligeramen¬te. El doctor se puso de pie y echó un vistazo a su reloj de pulsera.
—Por lo visto, Joana no vendrá.
—Lo olvidé. Habló para posponer la cita.
—Me alegro —y cambiando de tema preguntó en tono afable—: ¿adonde se irán de viaje de bodas, si no es indiscreción?
Dhamar y yo nos miramos sin contestar. A decir verdad, no teníamos presupuesto para eso.
—Cerca —contesté titubeando—. Todavía estamos pensán¬dolo.
—¿Por qué no me permiten ser su “padrino de viaje de bodas”?
—¿Y qué es eso…?
—El que paga los gastos.
Dhamar se puso de pie y lo besó.
A mi vez me incorporé conmovido y le di la mano, pero el doc¬tor me atrajo hacia sí y me dio un fuerte abrazo.

6.. EL PLACER SEXUAL.

EL PLACER SEXUAL.
Mi novia tuvo exámenes los cinco días de la semana que si¬guieron a nuestra discusión sobre el matrimonio y yo tuve mucho qué pensar, de modo que no nos vimos ni nos llamamos. Me sentía cual si hubiese ingerido un veneno lento que a cada palmo me mataba un poco más. Dejé de comer y de hablar casi completa¬mente . Por las noches daba vueltas en la cama sin lograr dormir; un par de veces me vestí en la madrugada y salí a las calles oscuras tratando de cansarme para conciliar el sueño, pero aun así con¬tinuaba insomne e inapetente.
El viernes, al llegar de la escuela encontré un recado de Dhamar en la contestadora telefónica. Decía que había llamado para despedirse pues iba a acompañar a su padre en un viaje de trabajo durante diez días. Me dejaba el número telefónico donde posible¬mente la encontraría si deseaba hablarle por larga distancia.
Repetí la grabación varias veces para escuchar su voz. El proyecto que tenían de ir a radicar a otra ciudad era muy real. Una y otra vez me preguntaba qué podía yo hacer al respecto. No estaba en condiciones de ofrecerle nada. En el trabajo había comenzado a ganar un buen sueldo; sin embargo, me faltaban once meses para terminar mi carrera profesional y al menos otros once para ahorrar lo mínimo indispensable antes de estar en condiciones de casarme. Cómo me lamenté de haber perdido tres años vagando cuando salí de la preparatoria. Un adolescente nunca valora el tiempo que mal¬gasta al dejar el estudio por amigos y fiestas, pero la vida es como un enorme restaurante de autoservicio en el que tenemos absoluta libertad de tomar lo que nos plazca y comerlo: todo se va anotando en nuestra cuenta y tarde o temprano tendremos que pagarlo… a un precio muy alto.
A fines de la semana siguiente mi quebranto comenzó a hacerse obvio. Unas enormes ojeras grises me bordeaban los párpados, Ia
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vista vidriada y el rostro sin rasurar me hacían parecer una ca¬ricatura de mí mismo. Cumpliendo con mis obligaciones mecá¬nicamente, transcurrieron otros cinco días más. El miércoles no fui a trabajar. Le pedí a mamá que me reportara enfermo. Y lo estaba: enfermo de melancolía, de impotencia, de soledad.
—¿Hoy tampoco vas a desayunar?
—No tengo hambre, mamá.
—¿Qué es lo que te pasa?
—Nada…
Mi dormitorio estaba hecho un verdadero desastre. Se acercó haciendo a un lado con el pie la ropa sucia, libros y basura que cu¬bría el suelo.
—Dime Ia”verdad, ¿tienes problemas? – Negué con la cabeza.
—¿Se trata de Joana? — insistió.
—No. En lo absoluto.
—¿Entonces de Dhamar…?
Sentía un gran amor por mi madre, de modo que la miré direc¬tamente a los ojos y le contesté:
—Sí… Se va a ir a vivir con su familia a otra ciudad. Muy le¬jos. No concibo la idea de perderla.
Ella sabía que mis sentimientos hacia ella no se trataban de un capricho sino de algo muy grande y también adivinaba mi inca¬pacidad para responder como el corazón me lo pedía.
—Si puedo ayudarte en algo…
—Gracias —tomé su mano con respeto—, pero nadie puede ha¬cer nada —era verdad.
Asintió muy lentamente y luego sonrió.
—Te tengo una sorpresa. Hoy llegó una carta para ti.
Me puse de pie pensando en Dhamar. Pero de inmediato me desvanecí otra vez sobre la cama. Era improbable que me escri¬biera.
—¿De quién es?
Me la entregó.
—Descúbrelo tú mismo.
Le di vueltas al sobre con extrañeza. En el remitente aparecía una dirección extranjera, calle ininteligible en cierto poblado de Nueva Inglaterra y el nombre de una persona llamada…
—¿Marietta…? —sentí un escalofrío lento y electrizante—. ¿Mi hermana?
Mamá sonrió asintiendo con ternura y se retiró de mi habitación dejándome boquiabierto.
¡Qué misterioso era el pasado de mi familia! ¡Cuánto desasosie¬go me producía encontrarme de frente con sus indicios! Si Marietta sabía nuestro domicilio, ¿por qué tardó tanto tiempo en escribirme?
Tuve el sobre en mis manos sin atreverme a nada durante varios minutos. Lo abrí temblando.
La letra era muy prolija. Comencé a leer con avidez sin imaginar la importancia que ese mensaje tendría para mi futuro.
Efrén:
Tal vez te parezca extraño recibir esta carta. Ha pasado toda una vida desde que nos separamos, pero nunca te olvidé. Las circuns¬tancias nos hicieron crecer lejos el uno del otro; sin embargo, tengo muy claro en mi mente tu recuerdo. Siendo apenas una niña solía ayudarle a mamá a bañarte y a preparar tu biberón. Sentía una gran ternura por ese bebé frágil y temperamental que tú eras. No te conocí mayor. Siempre me pregunté cómo serías físicamente, cómo reaccio¬narías ante los problemas. Te imaginaba impulsivo, igual que yo, pero con un gran corazón, como mamá.
Últimamente he tenido mucho tiempo para reflexionar y echar a volar la imaginación. Me casé hace dos años y estoy en las etapas finales de un embarazo de alto riesgo, lo que me mantiene en cama casi todo el día. Quiero decirte algo que tal vez te dé gusto: he acordado con mi esposo que si nuestro hijo es varón se llamará Efrén. Yo, incluso, he pensado que tal vez se parezca un poco a ti, ¿sabes? Mi vida es muy feliz ahora. Por eso me he decidido a escribirte. Supe que has tenido algunos altibajos emocionales muy fuertes y, como yo también los tuve, he querido compartir contigo cómo fue que hallé un sentido diferente a mi existencia.
¿Altibajos emocionales? Detuve la lectura consternado. ¿Acaso mamá le habría hablado de mi vagancia anterior a la universidad o le habría contado cosas más recientes, como mis desplantes sexuales o mi problema con Joana? Seguramente había sido así, pero no me enfurecí. Conociendo la historia de mi madre ya no tenía cara, ni ánimo, para reclamarle nada y respetaba su autoridad sobre mí, aunque eso no hacía disminuir la vergüenza que me embargaba al pensar en lo que hubiera podido decirle a mi hermana. Continué leyendo ansiosamente.
En la juventud no existe asunto más importante que el amor y el sexo. Esto, aveces, nos hace perder la visión del futuro y se convierte en la parte fundamental del presente. Yo sé que desde hace muchos años has luchado por equilibrar tu relación con las chicas, sé que has tenido tropiezos serios, y quiero abordar ese tema en esta carta. Antes debo advertirte que fui educada siempre según las normas del Crea¬dor y aprendía amarlo de manera abierta y prioritaria. Caminé desde muy chica con el Señor y crecí lentamente en su silencio vivificante. Mis dirigentes religiosos me ponían un alto tajante en la cuestión sexual y eso me causaba una gran confusión. Yo no estaba de acuer¬do. Sabía que si el sexo era malo la Fuente de Bondad Infinita no lo hubiese creado. En mi juventud las tentadoras invitaciones para irme a la cama con los muchachos eran cosa de todos los días. Tuve un noviazgo largo y paulatinamente me fue más difícil abstenerme de la relación sexual.
Un día llegó a mis manos un libro de la Biblia llamado El Cantar de los Cantares y alguien que me ayudó a interpretarlo. Ese libro me hizo entender las intenciones de Dios para la pareja, me hizo sentir libre y sumamente feliz. Verás, al estudiar tal poema encontré algu¬nas respuestas que me dejaron asombrada. Tal vez, como a mí, te cueste trabajo comprenderlo a la primera lectura y tengas que re¬leerlo, pero finalmente te darás cuenta de cómo el amor de la pareja llega a su clímax no con palabras románticas ni con ejercicios es¬pirituales sino en la más extraordinaria fusión de sus cuerpos. A continuación te escribo un fragmento de cuanto te estoy diciendo. Los recién casados están en su noche de bodas. Verás cómo el varón be¬sa a su esposa en el rostro, la admira semidesnuda, cubierta por ropa interior transparente, descubre el velo y va admirando sus mejillas, su boca, bajando con dulces susurros a lo largo de su cuello, de sus senos, hasta llegar al monte de venus, y estando ahí, saborea sus amores, más gustosos que el vtno, que los perfumes y que todos los bálsamos del mundo. La invita después a ella a explorar sus zonas erógenas, a acariciarlo desde “Ia cueva de los leones” hasta “los montes de los leopardos”, y ella lo hace con sus labios cálidos, an¬siosos, destilando miel, y no para sino cuando su lengua se llena de leche. Él admira la virginidad de su compañera, esa fuente sellada
pero húmeda, lubricada de corrientes vivas, y ella le tiende los brazos v se entrega totalmente, deseosa de que su amado entre en su cuerpo, al momento en que la voz de Dios les dice: “Disfruten, amigos queridos, embriagúense de placer”.
Yo no podía creer que tales descripciones, técnicas y métodos estuviesen en el Libro de Dios. Era un gran descubrimiento, pero así fue. Compruébalo por ti mismo.
ÉL: ¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres! Tus ojos son dos palomas escondidas tras tu velo; tus cabellos cual rebaños de cabras que ondulan por los montes Galaad. Tus labios son rojos como hilos de escarlata, tu hablar encantador. Tus mejillas, como cortes de granada. Tu cuello es semejante a la bella torre de cantería que se construyó para David, erigida por trofeos; de ella cuelgan mil escudos de valientes. Tus dos pechos, como dos crías mellizas de gacela que pastan entre las rosas. Antes que se haga de día y huyan las sombras, me iré al monte de la mirra, a la colina del incienso. Qué hermosos tus amores, más que el vino, y la fragancia de tus perfumes, más que todos los bál¬samos. Ahora ven tú, amor mío. Baja conmigo y contempla desde la cumbre del Amana, desde la cumbre del Sanir y del Hermón, desde la cueva de los leones, desde los montes de los leopardos. Qué gratas son tus caricias, tus caricias son más dulces que el vino y más deliciosos tus perfumes que todas las especies aromáticas. Miel virgen destilan tus labios. Hay miel y leche debajo de tu lengua; y la fragancia de tus vestidos como la fragancia del Líbano. Huerto eres cerrado, amiga mía, esposa, huerto cerrado, fuente sellada. ¡Fuente de los huertos, corriente de aguas vivas, corrientes que del Líbano fluyen!
ELLA: ¡Levántate, ven, amado mío! Sopla en mi cueva, que exhala sus aromas! Entra, amado mío, en mi huerto y come sus frutos exquisitos!
CORO: ¡Comed, amigos, bebed, oh queridos, embriagaos! (CNT4. 1-16).
Efrén. Esto es sólo una pequeña muestra de la Biblia, un libro cuyo análisis detallado puede cambiar, como lo hizo conmigo, mu¬chas de las ideas fundamentales de tu vida.
Cuando supe que mi hermano menor, a quien aun a través de la distancia y el tiempo siempre he querido, tenía algunos problemas con mujeres, quise compartirle algo que fuera más allá de un simple consejo, poner a su alcance la madeja de un hilo que cuesta mucho trabajo asir y más aún j alar, pero que una vez tomado de él podrá conducirlo por caminos de paz inigua¬lables. Me refiero a la madeja del hilo que te llevará a Dios, Efrén. Él te llama, tiene los brazos abiertos a ti. Mientras sigas buscando otros motivos de vivir lejos, incomunicado, seguirás vacío, dando tumbos, sufriendo, como un sediento en el desierto. Entiéndelo, por favor. La arrogancia y el orgullo forman la úni¬ca barrera capaz de separarnos de su amor. Deja de darle la espalda. Busca gente que esté cerca de Él, únete a ellos, aprende a caminar, a asirte de ese hilo irrompible que te dará verdadera vida. Dios diseñó para ti un cuerpo fundamentalmente sexual, pero no para que lo andes malgastando por el mundo como si no valiera nada. ¡El placer erótico es un diseño divino, algo pla¬neado, organizado y ordenado por el Creador! Y no me refiero a su papel como preservador de la especie, sino a su estricta función de gozo y deleite. Ahora, comprende clara y definitiva¬mente la esencia de cuanto trato de decirte: Dios le da ese regalo a los hombres, Efrén. Un regalo para compartir con su pareja definitiva. UN REGALO DE BODAS.
Me detuve impávido, incrédulo de cuanto estaba leyendo. Era verdad que la arrogancia, el orgullo y la autosuficiencia me habían mantenido alejado de toda entidad espiritual, pero también era cier¬to que yo nunca había hallado comunión con un Dios ajeno a mis impulsos físicos. Ahora me daba cuenta de mi error.
Dejé la carta de Marietta a un lado y fui en busca de la Biblia de mi madre. La hojeé hasta hallar El Cantar de los Cantares y revisé párrafos al azar.
ELLA: Yo dormía, pero mi corazón estaba despierto… Oí que mi amado llamaba a la puerta… Él metió la mano por el agu¬jero de la puerta y eso estremeció mis entrañas…! (CNT.5.2-4). (¿Metió la mano por…?) Me salté los renglones con avidez.
Leí cómo la mujer desnuda bailaba una danza sensual para él. Él la admiraba de pies a cabeza y finalmente la atrapaba para llenarla de besos y caricias, describiendo la dulzura de cada parte del cuerpo femenino, y ella se daba completa, diciéndole a su amado que sa¬ciara sus deseos… (CNT. 7.1-10).
Volví la vista sobre las líneas del libro y reflexioné mientras releía.
¿Entonces aquellas ideas que calificaban el sexo como algo sucio o pecaminoso provenían de personas que malversaban la Palabra amoldándola a su estrechez mental? ¿Los santurrones interpretaban con candidez teológica lo que era vibración pura?
También comprendí, al fin, por qué los jóvenes fornicadores rechazábamos a Dios con tal vehemencia: habíamos tomado su regalo por anticipado. Era como si un padre prometiera el obsequio de bodas más extraordinario a su hijo amado y éste, impaciente, lo hurtara para gozarlo antes de lo pactado. Seguramente el padre, inteligente y comprensivo de las debilidades humanas, perdonaría el robo y seguiría amando al muchacho, pero éste, en cambio, no sería capaz de volver a mirar a su progenitor a la cara.
La carta de mi hermana terminaba con un párrafo que releí varias veces:
No sigas rechazando a ese Padre espiritual. Él sabe tus debilidades, te conoce muy bien y perdona todos tus errores del pasado. Sólo tienes que estar dispuesto a cambiar, a entregarle tus actos futuros a Él.
Moví la cabeza consternado. Era difícil creer que existiera un amor, una bondad de ese tamaño. Mi hermana se despedía sin hacer otros comentarios. Tomé las hojas y las revisé por frente y vuelta buscando con nerviosismo algo extra. Cientos de dudas se agolpa¬ban en mi mente. ¡Ella vivió con mi padre, creció a su lado! ¿Dónde habían estado todo ese tiempo? ¿Cómo falleció él? ¿Eran correctas mis suposiciones de que al quedarse sola fue enviada a un orfanato religioso? ¿Y por qué? ¿Por qué la misiva no explicaba más?
Un remolino de emociones azotaba y hacía temblar los cimientos del recinto en que habitaba mi verdadero yo. Me sentía asustado, desesperado. ¿Qué estaba ocurriendo? El concepto de Dios rutilaba en la oscuridad de mi ser. Me asomé por la ventana. Afuera llovía. Si salía a mojarme no conseguiría nada. Me eché sobre la cama metiéndome debajo de la cobija; la cabeza me punzaba. Sin saber cómo, me quedé dormido.
Desperté tres horas después. Mi cuerpo parecía estar mejor pero, por dentro, el cúmulo de presión había llegado a su límite. Me incorporé y di vueltas en el cuarto como un león enjaulado repi¬tiendo una y otra vez el nombre de Dhamar.
Sobre mi escritorio había un paquete con una tarjeta para mí. Lo tomé para revisarlo. ¿Un regalo? ¿Con motivo de qué? Lentamente comencé a quitarle la envoltura. Era un portafolios como el que yo había querido.
Salí de la habitación y fui a buscar a mamá. Últimamente mi relación con ella iba de maravilla.
Se hallaba en la cocina preparando algo para comer. Le di un beso y puse el portafolios sobre la mesa.
—Gracias —comenté con voz baja.
Las paredes comenzaron a darme vueltas y tuve la sensación de estar flotando.
—¿Qué te dice Marietta en su carta?
—Consejos muy bellos —repentinamente sentí un nudo en la garganta y los párpados se me llenaron de lágrimas—, para que sepa conducir mi vida amorosa…
—Le platiqué algunas cosas sobre ti… Discúlpame…
—No te preocupes… Estuvo bien…
Entonces aconteció. No pude más. Me di la vuelta cortando bruscamente la charla al sentir cómo comenzaba la deflagración de mi ser. Caminé velozmente hacia el cuarto de baño, aseguré la cerradura y me solté a llorar con mucha fuerza. En un minuto estaba bañado en lágrimas. Me miré al espejo aterrorizado de lo que me ocurría. Al llorar inhalaba y exhalaba profundamente, enmedio de una gran desesperación; me cubría el rostro con las manos y me frotaba las mejillas en un prolongado, tétrico, interminable, gemido de dolor. Comencé a murmurar: “¿Qué me pasa, Dios mío? Sólo dime qué me pasa, Señor; no entiendo. Dios mío, ¿qué tengo? ¡Ayúdame, Señor…!” Y mientras decía esto, lloraba inconteni¬blemente. Algunos minutos después logré controlarme. La herida estaba abierta y el dolor me mataba, pero había conseguido detener el raudal de lágrimas y me limpié el rostro con un papel.
Salí del baño y fui a mi habitación. El portafolios que dejé en la cocina había sido devuelto a mi escritorio. Iba a encerrarme con llave cuando mamá apareció en la puerta. Tal vez en ese momento se decidió toda mi vida. No me preguntó qué tenía. Me dejé caer sobre la silla y la miré deseoso de confesarle lo débil y abatido que estaba. Pero, ¿cómo expresarlo con palabras? ¿Cómo decirle que todo empezó cuando vi la película del aborto; que después de tantas compañeras de amor me sentía el hombre más solo de la Tierra; que ahora había encontrado a la mujer de mi vida pero no tenía nada que ofrecerle, que estaba a punto de perderla; que deseaba entregarme a Dios pero no me sentía digno y no sabía cómo hacerlo?
Se acercó a mí y yo, en vez de hablar, rompí nuevamente a llorar, primero agachado, refugiado entre mis manos, y luego rodeando desesperadamente su cintura con mis brazos. Mi madre jamás me había visto así… y era evidente que mi dolor le dolía.
—¿Es en verdad por Dhamar?
Levanté la cara.
-Sí…
—Pues entonces, Efrén, cásate con ella. No tiene sentido este sufrimiento. El amor se encuentra una vez y no se deja pasar. Si ella también te ama, no tengas miedo. Yo te conseguiré el dinero que pueda. Van a estar mal al principio, pero juntos. ¿Eso no vale pagar el precio?
—Sí, mamá —murmuré sindejar de sollozar—, sólo que no estoy preparado. Necesito tener una posición más sólida, terminar mi carrera. Desperdicié mucho tiempo y ahora…
—Tonterías, Efrén. Siempre has reprimido tus sentimientos porque eres sumamente frío y calculador, pero no puedes sacrificar tu vida sólo porque crees que las cosas deben hacerse de un modo nada más.
Inhalé hondo. El dolor era muy grande y las razones muy ob¬vias. Me puse de pie, abracé a mi madre con enorme fuerza y Ie di las gracias.
Era increíble. ¡Increíble! La presión interna comenzó a des¬cender.
Todavía llorando un poco, corrí al teléfono.
Busqué el número de larga distancia y lo marqué temblando. La línea dio el tono de llamada. Cuando descolgaron sentí un nuevo temor. Había decidido tocar a la puerta, pero eso no significaba que la puerta se abriría.
Dhamar no estaba ahí. Me contestó su padre y me dijo que la podía hallar en dos horas. ¡Dos horas! Fueron las dos horas más largas de mi existencia. Vi, sentí, viví cada segundo con el reloj al frente. A los ciento veinte minutos exactos volví a marcar.
La voz de Dhamar contestó y me que quedé paralizado al escu¬charla.
—¿Bueno? —insistió.
—Soy Efrén.
— ¡Hola! ¡Qué gusto oírte! ¿Por qué no me habías llamado?
No podía hablarle de cosas superficiales teniendo algo tan im¬portante que expresar. Comencé a hacerlo sin soltura, tartamudean¬do, mordiendo las palabras, luchando contra el nudo de la garganta.
—Dhamar… Te hablo para decirte que te quiero para siempre… Que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por ti… El amor es o no es, ¿recuerdas?
—¿De qué hablas?
—Deseo que seas mi esposa… Sé que no es la manera correcta de pedírtelo, pero no puedo esperar hasta que regreses… Por favor. Han pasado más de quince días sin vernos y en este tiempo, estando lejos, aprendí que te quiero a mi lado todos los días del resto de mi vida…
Se quedó callada. Su reacción fue de asombro, de incertidumbre. No se alegró, sólo se sorprendió. Incluso me dio la impresión de estar un poco asustada. Preguntó si yo lo había pensado bien y luego me aclaró que ahora era ella quien debía pensarlo.
—Pero tú me dijiste que te casarías conmigo si te lo pedía.
—Y no me retracto, Efrén… Sólo que…
-¿Qué…?
Silencio.
—¿Cuándo regresas? —le pregunté.
—El próximo domingo, más o menos como a las tres de la tarde. ¿Te parece si lo discutimos entonces?
—Claro —sonreí—. Dile a tu papá que procure llegar puntual. El domingo a las tres de la tarde estaremos esperándote en tu casa.
—¿Estaremos?
—Sí. Mi madre y yo… —apenas pude concluir—: para pedir tu mano…