martes, 11 de mayo de 2010

10.. JUVENTUD EN ÉXTASIS.

JUVENTUD EN ÉXTASIS.
Perdí por unos minutos la lucidez mental. Hubo un silencio incómodo que pareció eternamente largo. Asaf Marín de pie junto a la mesa del comedor me vio leer la dedicatoria del retrato, cerrar los ojos, bajar la cabeza y crispar los puños al comprender cuánto, entre líneas, él había estado tratando de decirme.
—Hace muchos años me fue quitado algo intrínseco —explicó con voz temblorosa—, un elemento entrañable sin el cual mi vida quedó mutilada… Curiosamente lo recuperé cuando había perdido todas las esperanzas de hallarlo… Y ahora que está frente a mí… lejos de sentir una alegría eufórica, me ha invadido una profunda tranquilidad.
Dhamar no entendía un ápice de las palabras del doctor. Yo me negaba a entender. “No es cierto, es mentira”, me decía, “no puede ser verdad.”
—Mi existencia se vino abajo cuando me divorcié —continuó tratando de explicarse—. En realidad todo estuvo mal desde el comienzo. El noviazgo que tuve con aquella hermosa mujer fue tan explosivo, sensual y rápido que no nos dimos cuenta de cuan incompatibles éramos. Por eso les insistí tanto a ustedes en que tuvieran cuidado de no cometer los mismos errores. La obsesión sexual en la soltería produce un desequilibrio enorme… un éxtasis hermoso pero terriblemente arriesgado —se detuvo, tomó aire y se limpió el rostro con ambas manos—. No se imaginan las conse¬cuencias que sufrí por haberme dejado seducir ante el espejismo erótico. Con decirles que cuando mi esposa y yo nos separamos estuve a punto de suicidarme… ¡Me resultaba imposible vivir en ese magno fracaso! Era intolerable saberme lejos de mis dos hijos, a quienes adoraba, y a la vez no tener el valor de reclamarlos. Pensaba en ellos… Deseaba lo mejor para ellos, pero, ¿qué clase de vida podía esperarles al lado de un despojo humano como yo, de un sujeto descalabrado, vencido, emocionalmente arruinado…? Su madre al menos había vuelto a formar otro hogar con un elec¬tricista…
La voz se le quebró y debió detenerse.
Apoyado en la mesa, parecía a punto de languidecer, como un deudo recargado en el féretro de su ser más querido.
Dhamar se deslizó hacia mí mirándome furtivamente con los ojos muy abiertos… al borde de comprender, pero sin poder, sin atreverse aún… Rozó mi brazo con el suyo.
Yo estaba inmóvil, aplastado, con la vista totalmente nublada y la garganta obstruida por una enorme masa de emociones re¬primidas.
—Yo era químico farmacobiólogo —continuó Asaf apenas sus cuerdas vocales se lo permitieron—. Ante mi fracaso marital, busqué un escape… Hice una revalidación para obtener el título de medicina y me empleé de tiempo completo en un laboratorio de investigaciones. Tener la mente ocupada día y noche, hundido en libros y compuestos, fue una evasión perfecta durante varios años. Me dejé crecer el cabello y la barba y evité lo más posible el contacto con la gente. Contraté a un abogado para que se hiciera cargo de los trámites del divorcio. No deseaba volver a ver a mi ex esposa y mucho menos a mis dos hijos. Tenía la autoestima hecha añicos, el ego destruido… Lo que quería era olvidar. Me hubiese resultado imposible estar cerca de ellos sin abrazarlos ansiosamente, sin transmitirles mi desesperación, y la niña ya era bastante mayorcita como para darse cuenta. No quería causarles más conflictos. Además, si aceptaba convivir eventualmente con ellos, como lo permitía la ley, estaba seguro de que terminaría raptándolos…
Respiró hondo haciendo una larga pausa. Dhamar aprovechó para buscar un pañuelo en su bolsa de mano y tendérmelo. Era evidente, pensé, que la primogénita pudo darse cuenta de buena parte del drama familiar y desarrollarse sanamente con los pies en la tierra. ¿Pero el hijo menor? ¡Qué papel tan distinto había reser¬vado la Providencia para él! Creció envuelto en falacias y cuentos de hadas, siempre rezándole a la primera estrella del cenit, convencido de que en ella habitaba su padre…
—Así transcurrieron cuatro años —prosiguió—, me hice aficionado a los libros de superación personal y poco a poco sus con¬ceptos fueron tendiéndome lazos de los que me así para salir del hoyo. Un día, cierta doctora que dirigía la cátedra de cardiopatías en la universidad, enterada de mis novedosas investigaciones, se presentó para invitarme a participar en un seminario de actualiza¬ción médica. Como era de esperarse, rechacé su ofrecimiento; pero posteriormente, en un repentino deseo de salir de esa soledad asfixiante, me rasuré, me corté el cabello y me presenté puntual al evento.
“La colega no me reconoció, pero luego de ver mis credenciales me dijo con gran asombro que era mucho más joven y atractivo de lo que le parecí al principio. Su falta de recato me impulsó a preguntarle si aceptaría tomar una copa conmigo después de las actividades y ella accedió confesándome que era divorciada… Me reí de la ironía del destino. Dos individuos azotados por las malas jugadas del ajedrez amoroso se encontraban para mezclar su tristeza tras un aburrido congreso de medicina utópica.
“Esa fuerte emoción, similar a la que aborda a los jóvenes cuando se ven en la puerta de una aventura sexual, se apoderó de mí. Tenía mucho tiempo sin tocar el cuerpo de una mujer y aunque no pretendía enredarme afectivamente con ella, me agradaba la idea de convivir, pues, considerando nuestro estado civil, no teníamos nada que perder en un fugaz acercamiento físico. En cuanto terminó el trabajo, llevé a la doctora a mi casa.
“Tomamos varias copas, vertimos sobre la mesa la amargura de nuestros anteriores yerros y ya envueltos por el frenesí de la madrugada fuimos a la alcoba dispuestos a dejar que nuestros cuer¬pos desahogaran cuanto les fuera dable.
“Eran más de las dos de la mañana. Repentinamente sonó el timbre de la puerta con extraña insistencia. Tardé en reaccionar, incrédulo de que alguien se atreviera a visitarme a esa hora y con tan evidente urgencia. Me metí en una bata y baje las escaleras asom brado. El prófugo, moribundo o ladrón acompañaba ahora los lar gos timbrazos con incesantes golpes a la aldaba. Entreabrí la puerta dispuesto a enfrentarme a cualquier clase de demente y casi me fin de espaldas al hallarme con quienes menos hubiera podido imaginar: mi ex esposa y mi hija mayor
“La niña había crecido enormemente llegando a una estatura ligeramente inferior a la de su mamá, y aunque ya se adivinaban sus formas de mujer, aún conservaba el rostro infantil, el gesto ino¬cente y los ojos enormes y redondos como de muñeca…
“Me hice a un lado impávido, con la piel exangüe por el asombro. Mi ex esposa entró llorando.
“—Por favor, Asaf —me suplicó con el rostro tenso y deformado por el miedo y por un fuerte puñetazo recibido poco antes—, necesito que me ayudes. Necesito que te hagas cargo de la niña por un tiempo.
“Mi hija no parecía compartir la misma angustia. Más bien daba la apariencia de estar hipnotizada, ausente, como si de un momento a otro fuese a caer sin sentido.
“—¿De qué se trata? —pregunté con dificultad.
“—Se trata de Luis… Ya no lo soporto. Vivir con él ha sido un infierno. Perdóname, ayúdame, por favor… ¡Es un alcohólico! Golpea a tus hijos. ¡Asaf…! ¡Y entiende lo que te voy a decir! Hoy estuvo a punto de violar a Marietta… No lo logró gracias a que… —Pero un sollozo que brotó de su garganta le impidió continuar. Asombro e ira inmovilizaron mi respuesta.
“—Tienes que ayudarme, por favor… —y al decirlo se acercó tanto que sus lágrimas mojaron mi pecho semidesnudo. Entonces comprendí que la aventura inconclusa con la cardiópata era sólo una niñería, que la verdadera razón de mi padecimiento crónico era precisamente el amor frustrado que estaba frente a mí; que el hogar anhelado era aquél que había dejado desintegrar… Ése por el que no luché lo suficiente…
“—Los niños deben vivir conmigo —contesté tratando de darle a entender que debían vivir con “nosotros”. Puse una mano sobre su hombro en ademán de consuelo para decirle sin palabras que podía confiar en mí… cuando levantó la cara y su mirada se encontró con la de mi invitada, quien, sin haber tenido la precau¬ción de vestirse completamente, de pie en la escalera contemplaba el drama…
“Su llanto se cortó ligeramente. Abrazó fuertemente a la pequeña y salió de la casa con paso rápido.
“—Espera —le grité.
“—¿Qué le pasa a la niña?—preguntó la doctora.
“Marietta se bamboleó antes de caer al suelo desvanecida.
“Quise partirme en dos para que una mitad pudiera correr tras aquella mujer a quien, a pesar de todo, tanto necesitaba, mientras la otra se quedaba a atender a la niña desmayada. Traté, con ayuda de la doctora, de reanimar a mi hija suponiendo, erróneamente, que después podría alcanzar a la madre en su casa.
“En cuanto volvió en sí, le preparamos una cama cómoda y la dejamos durmiendo apaciblemente.
“—Por favor —le dije a mi colega—, quédate a cuidarla.
“Accedió y me dirigí directo a mi antigua casa.
“Manejé el largo camino con la vista fija y los puños crispados en el volante. Al llegar bajé del auto temblando y toqué la puerta usando los nudillos, pero ésta se hallaba sólo entrecerrada y al recargarme se abrió con un leve rechinido. Entré sigilosamente y me hallé ante un tremendo desorden, como si alguien hubiese registrado la alacena, los cajones y roperos con mucha prisa, dejando todo de cabeza. Tal vez un ladrón, pensé… Escuché soni¬dos extraños provenientes del piso superior; algo similar a los gemidos ahogados y leves de un hombre moribundo. Me armé de valor y subí con pasos suaves. Hallé a Luis, el tipo que cuatro años antes usurpó mi lugar, tirado en el suelo, cubierto de sangre, volviendo en sí de un golpe traumático e intoxicado por una enorme dosis de alcohol. Telefoneé a la policía y a la Cruz Roja para inme¬diatamente salir en busca de mi ex esposa y de mi hijo menor, pero no había rastros de ellos por ningún lado.
“Al día siguiente Marietta me contó detalladamente lo ocurrido. Fui con ella al Ministerio Público y levanté una severa denuncia en contra de aquel individuo. Invertí una gran suma en reunir las pruebas suficientes para aprehenderlo, lo cual no resultó sencillo por carecer de la testigo principal. Todo el coraje contenido contra el hombre sin escrúpulos que sedujo a mi mujer se volcó en la investigación y en el proceso judicial. Así que del hospital fue a la cárcel. Sin embargo, la búsqueda de mi hijo de cinco años, a quien dejé de ver cuando era apenas un bebé, y de su madre fue inútil. Parecía como si se los hubiera tragado la tierra. Ella se escondía justificadamente de aquel alcohólico violento y vengativo sin saber que estaba en prisión. Y lo hizo tan bien que aunque Marietta y yo recorrimos toda la República visitando los sitios en los que podía haber encontrado el apoyo de algún familiar o amigo nos fue imposible encontrarla. Nadie la había visto. Nadie sabía nada de ella… Así que volvimos a la capital y en cuanto dejé de ocupar mi atención en revisar mapas y descartar ciudades me di cuenta de algo terrible que había pasado por alto: el trauma de Marietta. Mi hija desarrolló un secreto pánico a los hombres; en todos veía a su padrastro disfrazado y, aparentemente, tampoco confiaba en mí. Comencé a devorar las obras de Freud, Fisher, Master-Johnson, Kaplan, Chernick, Hodgkinson, Kusnetzoff y muchos otros, pero sólo me di cuenta de lo difíciles de curar que son las psicopatías sexuales, y yo necesitaba más elementos para rehabilitar a mi hija, de modo que me especialicé en el tema e hice una maestría en terapia sexual. Eso me condujo a comprender gran parte de mis propios errores y con el paso del tiempo fundé la clínica que ya conocen…
Asaf Marín se interrumpió para caminar hacia nosotros y sentarse nuevamente en el sillón que había dejado. Parecía menos tenso, pero aún no tranquilo. Había desahogado una historia recóndita que seguramente quemó su alma durante años, y aunque con ello para él terminaba el asunto, para mí apenas empezaba… Tomé entre mis manos la fotografía de mi hermana y la miré cuidadosamente. Si se observaba con detalle podía distinguirse un corte de cara similar al mío y una forma de labios idénticos a los de mamá…
—¿Y ella? —pregunté sin mirarlo—. ¿Está bien?
—Sí. Se graduó con honores como psiquiatra y me ayudó en miles de detalles cuando inauguré la clínica. Convivimos mucho. Aprendimos juntos. Crecimos de la mano, unidos por ese íntimo secreto, que no revelábamos a nadie, de tener extraviados en algún lugar del mundo, ella a su madre y hermano, y yo a mi hijo y ex esposa. Pero la falta absoluta de noticias y la cada vez menos frecuente conversación que manteníamos al respecto nos hizo llegar a pensar que todo había sido sólo un sueño del pasado. Así que Marietta viajó al extranjero para realizar una especialidad en trastornos de la infancia y yo me volví a casar. Mi nuevo ma¬trimonio duró poco. Una eventualidad terrible me arrancó de las manos a mi segunda esposa… Entonces justiprecié los verdaderos valores del ser humano: el amor y la vida… Después de tantos años de rebeldía espiritual y apego a la ciencia entendí cabalmente el mensaje de Dios. Calibré la poca trascendencia de las cosas por las que tanto luchábamos: negocios, prestigio, bienes materiales…
“Me entregué al Señor (yo, que siempre fui un aferrado antago¬nista de sus preceptos) y El, con su infinito silencio, me dio una nueva oportunidad… Me hice aficionado al naturismo, aprendí a re¬lajarme y busqué respuestas más profundas a las preguntas que creía haber.contestado hacía mucho tiempo. Entonces mi existencia co¬menzó a tener otro sentido. Algo grande, difícil de explicar, se cer¬nió sobre mis hombros haciéndome comprender mi razón de vivir.
“Comencé a dar pláticas sobre psicoterapia de la oración y he aquí que, en una de ellas, hace un par de años, la vida me dio el golpe maestro: estando a la mitad de la conferencia reconocí a la madre de mis hijos sentada en una de las butacas centrales. Me interrumpí por un momento profundamente perturbado. Apenas terminó la sesión bajé del podio directo hacia ella. Esta vez no nos abrazamos, bien que ambos nos mostramos nerviosos como dos adolescentes. Le invité un café para averiguar si, aun con todo, era posible comprender lo incomprensible, reconstruir lo irrecons¬truible; pero no, ella había hecho su vida a su modo y era feliz junto a nuestro hijo, y yo había construido la mía a mi modo y era feliz solo… Me comentó lo difícil que les fue abrirse paso en un poblado fronterizo en el que no conocían a nadie y cómo hacía tres años volvieron a la gran ciudad buscando las mejores escuelas superio¬res. Ella me dio su dirección y su teléfono, yo le di mi tarjeta para que me llamara siempre que lo necesitara.
La cabeza comenzó a darme vueltas como si la razón y el buen juicio estuviesen a punto de abandonarme. Me molestó la suposi¬ción de que se hubiesen telefoneado con cierta frecuencia para comentar mis evoluciones sexuales.
Rápidas escenas mentales me distrajeron:
—¿Efrén Alvear? —preguntó gravemente el doctor en cuanto entré a su privado por primera vez, como si mi nombre le causara cierta desazón. Dije que sí con un ademán.
—¿ Quién te recomendó conmigo ?
—Nadie.
Levantó la vista incrédulo.
—¿Estás seguro?
—Sí. Hallé su tarjeta por casualidad.
—Yo conozco a tu madre… —comentó sin poder ocultar un dejo de emotividad en la voz-. Pero descuida. Mantengo todos los casos de mis pacientes en riguroso secreto profesional.
—Eso espero.
Me froté el cabello tratando de volver al presente, pero no pude.
—Llevo tres años trabajando para el doctor Marín —comentó Dhamar—, y me he dado cuenta de que siempre investiga los antecedentes familiares de sus pacientes.
—A mí no me preguntó nada de eso.
Y luego se repitieron en mi cerebro frases aún más impresionan¬tes dichas por mi madre en su confidencia.
—Lo primero que hice en aquel pueblo fue invertir todo lo que llebaba comprando a un juez para registrarte con nuevos datos. Yo también adquirí identificaciones falsas y recomenzamos una nueva vida.
El corazón, más magullado y aporreado que nunca, me dio un nuevo vuelco. ¿Eso significaba que mi madre me había cambiado el nombre?
—Mi verdadero nombre no es Efrén Alvear, ¿verdad? —pre¬gunté apenas.
—Bueno, originalmente también te llamabas Asaf Marín.
Una daga helada traspasó mi cerebro produciéndome un pro¬longado escalofrío. Si originalmente me nombraron así, ¿cómo es que mi hermana me escribió en su carta que, en caso de tener un hijo varón, se llamaría Efrén?
No supe si la casa me daba vueltas porque estaba a punto de perder el sentido o porque ya lo había perdido.
—Inmediatamente después del reencuentro con tu madre —ex¬plicó Asaf como si hubiese leído mis pensamientos—, ella se puso en contacto con Marietta. Se escribieron largas cartas y ocasional¬mente se telefonearon. Todos discutimos antes de tu boda si debíamos decirte quién era yo, pero tu hermana opinó que no era justo provocarte la tensión de ver a tu padre “muerto” encarnado en un doctor a quien le tenías cierta confianza para ser acompañado por él al altar, y tu mamá y yo estuvimos de acuerdo. Sabíamos que inevitablemente dejarías de apreciarme y en lo más hondo de mi ser yo sólo quería que me siguieras viendo como el amigo verdadero en quien pudieras confiar incondicionalmente…
Miré al suelo extraviado en ese universo de ideas difusas. Ahora los consejos del doctor, al igual que los de mi hermana y madre, perdían gran parte de su fuerza. Todo lo que aprendí de ellos era verdad absoluta, pero no toleraba la idea de que me hubieran aleccionado con la ventaja intelectual de saber cuanto yo ignoraba.
Moví la cabeza negativamente tratando de recobrar mi ecuani¬midad. ¡Era comprensible que me lo hubieran ocultado! ¡Explicar cómo la energía sexual incipiente de mis padres les estorbó para fundamentar bien su vida marital y con ello perjudicar a sus genera¬ciones posteriores era algo que no podía hacerse en un momento! ¡Se requería mucho tiempo y paciencia para hacerme comprender que el sexo deformado por el libertinaje y la falta de madurez de sus usuarios es comparable a la energía nuclear mal dirigida! ¡Que el deleite de un orgasmo pasajero no le permite a los amantes ver la verdad de las cosas! ¡QUE LA JUVENTUD ESTÁ EN ÉXTA¬SIS ante el espejismo de la sensualidad y que esa absorción le impide tomar correctamente decisiones cardinales…!
Levanté la vista deshecho y vislumbré a Asaf Marín frente a mí. Adiviné que con su ingente sabiduría nada le gustaría más que volver a vivir sus años mozos y no cometer los errores que cometió.
Me puse de pie apoyándome en Dhamar. No tomé los documen¬tos notariales que nos hacían propietarios del inmueble en que vivíamos. Tampoco dije una sola palabra. No había nada que decir…
Caminé hacia la puerta con la dificultad de un enfermo conva¬leciente y procuré pasar por alto la postura solícita de nuestro anfitrión, asombrado, mudo, que me veía como un anciano es¬perando el dictamen del médico que lo ha examinado.
Dhamar me miró suplicante. No quería dejar ese lugar así. Amaba al doctor y era injusto reprocharle lo que no tenía remedio. Pero a mí me urgía respirar el aire fresco, escapar de tanto conflicto inextricable. Quizá después volveríamos a visitarlo o le telefonearíamos o le escribiríamos… Decidido, giré el picaporte de la puerta principal y salí a la calle. Mi esposa se quedó atrás despidiéndose. Escuché sus sollozos pero no volví la cabeza. Sentí el fresco vi¬vificante de la noche y respiré hondo.
Llegué al automóvil y me subí a él de inmediato. Lo puse en mar¬cha. Dhamar llegó corriendo y me incliné para levantar el seguro de su portezuela. Embragué la primera velocidad e hice avanzar el vehí¬culo dispuesto a dejar atrás el pasado olvidándome de él.
Entonces miré de soslayo al doctor que de pie, en el patio, cual estatua de un procer resignada a su eterna soledad, nos contemplaba alejar.
Nunca entenderé el mecanismo del sistema emocional humano. La determinación que unos segundos atrás me hizo huir se desva¬neció repentinamente ante la energía inmensa que comenzó a pre¬sionar mi pecho a punto de estallar como tanque de gas. Accioné el freno. Mi respiración se hizo agitada y violenta poco antes de la implosión. Apreté fuertemente el volante y me recliné sobre él al momento en que me dejaba vencer por una enorme congoja. Co¬mencé a llorar abiertamente, con sollozos doloridos, intensos, pro¬fusos, graves. Dentro del auto, con la única compañía de mi esposa, ya no me preocupé por reprimir los fragosos gemidos que brotaban de lo más profundo de mi ser. Lloré tanto que sentí que el alma misma escapaba, deslavando mi interior de toda impureza.
Como pude, salí del auto. Mis movimientos fueron torpes y flemáticos. Con el rostro literalmente empapado caminé hacia el viejo que, conmovido, sonreía al verme acercar a él. Entonces aceleré mis pasos y llegué hasta sus brazos. Me eché en ellos presa de un llanto desgarrador. Cerré los ojos muy fuerte. Sus lágrimas mojaban mis mejillas y las mías empapaban las de él. Quise hablar, decirle que estaba impresionado hasta las raíces por su manera de proceder, que lo admiraba. Traté de agradecerle, expresarle que estaba orgulloso de llamarme como él, aunque nadie lo supiera… Pero no pude articular ni una frase; sólo gemía apretando fuerte¬mente mi pena contra la suya, sintiendo a mi vez su magno, pode¬roso, afligido abrazo…
Yo siempre soñé con subir a la estrella del cenit y decirle a mi padre, sin palabras, de qué forma lo amaba y cuánto me había hecho falta… Esa noche se cumplió mi sueño.

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