martes, 11 de mayo de 2010

9 ...CONSEJOS PARA RECIÉN CASADOS

CONSEJOS PARA RECIÉN CASADOS.

Acudimos con el terapeuta sexual sustituto del doctor Marín para pedirle ayuda profesional. Era un desconocido y nos costó mucho sincerarnos con él. Le hablé de mi falta de relajamiento y espontaneidad en la cama, le confesé que cada vez me costaba más trabajo satisfacer a mi esposa, pues mi distracción la distraía a ella, y le expuse mi problema de eyaculación precoz.
El doctor nos recomendó algunos ejercicios bastante raros.
—¿Lograré superar esto? —le pregunté preocupado.
—Si ella te ayuda, sí. Pero deben tener paciencia, No sera fácil ni rápido.
—¿Es común lo que me pasa?
—Mucho más de lo que se imagina. La mayoría de los recién casados tiene problemas parecidos.
—¿Por qué?
—Por que cargan consigo su pasado.
—Doctor —comenté—, los jóvenes solteros creen qué los úni¬cos enemigos reales del sexo libre son las enfermedades venéreas y los embarazos indeseados. Nadie sabe, ni le interesa saber,-sobre disfunciones futuras.
—Hasta que están casados…
Mi esposa, que había permanecido callada, preguntó:
—¿Qué quiso decir con eso de que no sería fácil ni rápido?
¿Cuánto tiempo nos llevará superar todos estos problemas?
—Es difícil predecirlo. Tal vez un año.
—¿Un año? ¿No le parece demasiado?
—Conocemos la lesión psíquica pero desconocemos qué tan
profunda es. Algunas parejas tardan tres o cuatro años en rehabi¬litarse…
El último comentario me aniquiló por completo. Era doloroso, injusto, vergonzoso. Me sentí un gusano. Pero mi esposa me brin¬dó su apoyo y comprensión. Teníamos toda una vida por delante, me dijo… Juntos lograríamos cuanto quisiéramos hacer. La clave estaba precisamente en estar unidos, del mismo lado siempre.
Mis ingresos resultaron insuficientes para sufragar los gastos de la nueva casa, así que la clínica de terapia sexual cambió de di¬rector pero no de secretaria principal: Dhamar siguió trabajando. Para demostrar mi buena voluntad y enjundia pedí un aumento de jornada y me di de baja en el sistema escolarizado de la universidad inscribiéndome en el abierto, dispuesto a estudiar por mi cuenta los fines de semana o por la noche, y terminar mi carrera sin asistir a clases.
Amaba tanto a mi esposa, me sentía tan en deuda con ella, que todos los días le llevaba un regalo, aunque fuera pequeño, y ella cooperaba con gran dulzura y entusiasmo en la terapia sexual.
Nuestros problemas eran “nuestros” y teníamos los elementos para enfrentarlos; sin embargo, una traba imprevista que estaba fuera de control comenzó a enturbiar notablemente la atmósfera de ese incipiente hogar: la influencia negativa de las familias políticas.
El padre de Dhamar, como ya lo mencioné, no aceptó el negocio foráneo que le ofrecían y un poco por la cercanía en que vivíamos de las anteriores casas y otro poco por nuestro apego emocional a ellas, conocimos desavenencias conyugales mucho más serias.
Una noche, después de haber reñido porque ella no toleraba que yo hablara mal de su madre, recibimos una llamada telefónica inesperada.
Dejamos que el aparato sonara varias veces sin que ninguno de los dos se atreviera a levantarlo. Temíamos que fuera una más de las inoportunas y empalagosas llamadas paternas.
Dhamar se sentó al borde de la cama emitiendo un largo suspi¬ro y contestó desganada:
—¿Bueno?
De inmediato abrió mucho los ojos y se puso de pie haciendo gran¬des aspavientos para que corriera a escuchar por el otro aparato.
—Es el doctor Marín —me indicó.
Me dirigí de prisa a la habitación contigua y levanté la bocina.
—Qué gusto oírlo, doctor —continuó Dhamar—. En la clínica nadie sabe de usted. ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
—Viajando —contestó—. ¿Y ustedes cómo han estado?
—De maravilla. El matrimonio, como usted dijo, es una aven¬tura llena de sorpresas.
—¿Buenas o malas?
—De las dos… Más buenas que malas.
—Me he tomado la libertad de llamarlos por dos razones. La primera, comentarles que me voy. En estas semanas he visitado varios lugares escogiendo uno para mudarme definitivamente.
—¿Adonde irá? —pregunté interrumpiendo por la otra línea con evidente desazón.
—Hola, Efrén. Me alegro de que estés escuchando. Mi nueva casa será muy pequeña —hizo una pausa como dudando—, y está muy lejos de aquí… En un sitio montañoso de difícil acceso…
Creí que era una broma… Pero la voz del doctor Marín se es¬cuchaba más grave que nunca.
—¿Está hablando en serio? —preguntó Dhamar con sincera incredulidad.
Sabíamos que el doctor amaba la naturaleza y era un tanto mís¬tico, pero nunca supusimos que a tal grado.
—He trabajado mucho. Mi vida ha sido terriblemente agitada. Ustedes no se imaginan… —y se quedó callado por unos segun¬dos—. Por eso he vendido todo y me marcho. Tengo algunas aficiones (¿u obsesiones?) que se realizan mejor en soledad y cerca de la naturaleza. Voy a controlar la locura de mi existencia y realizar mis más atrevidos sueños. Siempre hice cuanto conviene a la vista de otros. Ahora haré lo que quiero hacer. No me importa que me tachen de demente… Incluso a muy poca gente le he dicho lo que pretendo.
—¿Cuándo se va, doctor? —preguntó mi esposa dejando de poner en tela de juicio sus palabras.
—El próximo sábado. Ésa es la segunda razón de mi llamada: quiero hacerles una invitación para despedirnos personalmente.
— ¿Dónde nos vemos? —pregunté sin preocuparme por disimu¬lar mi ansiedad
—En esta casa —y de inmediato reparé en que no dijo “en mi casa”—. Me gustaría que vinieran a cenar mañana…
—Por supuesto —contestó Dhamar—. ¿Nos puede dar su di¬rección?
Salté para tomar hoja y pluma. Anoté los datos cuidadosamente, nos despedimos de nuestro amigo y depositamos los aparatos con cierto dejo de extrañeza. Dhamar y yo no reñimos más. Era difícil creer algo así. ¿El empresario soñaba con convertirse en gurú? ¿El médico citadino se dedicaría al campismo empírico? ¿El científico al arte natural? ¿Qué clase de locura era ésa?
Mi esposa y yo evitamos comentar nada, pero ambos tardamos mucho en conciliar el sueño.
En la casa del doctor no se veían paquetes, maletas ni ningún otro indicio que confirmara su mudanza. Por el contrario, la acolchada alfombra impecable, la luz tenue, la música de Mozart y el delicioso olor a queso fundido daban al recinto un acogedor ambiente hogareño.
—Pasen —nos indicó alegremente después de saludarnos. Dhamar y yo nos movimos con cierta reserva. El sitio era amplio, de una elegancia y distinción a la que no estábamos acostumbra¬dos—. ¿Les costó trabajo llegar?
—No —contesté con excesiva formalidad—. Las indicaciones que nos dio eran muy claras.
—Tomen asiento, por favor. Ahora vuelvo. Dejé calentando una pizza en el horno.
Mi esposa y yo nos adelantamos con pasos cortos hacia la sala blanca y nos sentamos al borde de los sillones de piel.
Miramos alrededor sin decir nada.
Sobre el marco de la chimenea nos sonreía la fotografía de una mujer rubia de mirada dulce y labios sensuales. En el ángulo inferior derecho del papel brillante había una inscripción manus¬crita con tinta roja, ligeramente sesgada y con bella caligrafía de mujer. Le di un leve codazo a mi esposa para que la viera.
—¿No que el doctor era virgen? —le susurré.
A Dhamar le fue imposible contener una carcajada; se tapó la boca y bajó la cabeza para reír. Yo me puse de pie sonriendo.
La pared del vestíbulo estaba adornada con un par de cuadros en tonos blancos y negros pintados al carbón. Los miré de cerca. La sonrisa se me borro del rostro inmediatamente.
—¿Te gustan? —preguntó el doctor Marín saliendo de la cocina.
—Me parecen familiares.
—Tu madre me hizo el favor de traducirme un par de libros y yo le obsequié algunos cuadros parecidos.
Me quedé callado. Yo sabía que mamá había sido paciente del doctor. Ni más ni menos fue a través de una tarjeta que ella por¬taba en su bolsa como yo lo conocí… Me aclaré la garganta. Todo estaba bien, pero no dejaba de incomodarme la idea de que mamá hubiese estado sometida a algún tipo de terapia sexual.
—¿Quieren tomar algo? —preguntó el dueño de casa.
—Refresco —contestó Dhamar por los dos.
Al volver a sentarme quedé mucho más cerca del cuadro de la joven rubia.
—Pero cuéntenme —dijo nuestro anfitrión repentinamente—. ¿Cómo va el matrimonio? .
—Muy bien —respondí—. Mejor de lo que podría esperarse.
—Vamos —se acomodó frente a nosotros como un amigo íntimo—, a mí no deben tratar de impresionarme. Todos los recién casados tienen problemas… Háganme confidencias. Tal vez des¬pués de hoy no nos volvamos a ver.
—Pues… —titubeé—. Cada día se aprenden cosas nuevas y la relación va cambiando… ¿Sabe, doctor? He reflexionado que, tarde o temprano, todos los matrimonios pierden ese extraordina¬rio amor apasionado del noviazgo y van adquiriendo indiferencia. Eso me preocupa mucho porque no me gustaría que nos ocurrie¬ra. Me pregunto si habrá alguna forma para mantener al amor siempre vivo.
—Claro que la hay —respondió—. Les voy a dar una receta bastante heterodoxa. La mayoría de las personas a quienes se las he comentado protestan de inmediato. Aparentemente es ilógica, pero la pareja que la practica tiene garantizada una vida amorosa mucho más plena y profunda.
—¿Cuál es?
—Cuando todo esté peor entre ustedes, acerqúense uno al otro y trátense bien AUNQUE NO LES NAZCA. Sean amorosos por fuera, aunque por dentro tengan deseos de estrangularse mutua¬mente.
Fruncí las cejas sin entender.
—Imagínate que llegas a casa de mal humor —aclaró—; ambos tienen razones para sentirse enfadados, pero a pesar de eso saludas a tu esposa con un beso, como si nada hubiese ocurrido, y ella trae las pantuflas y te prepara una rica cena. Aunque haya una cuenta pendiente, el ambiente creado por el buen trato y el contacto físico permitirá saldarla más fácilmente, o minimizarla al grado en que ya no se necesite hacerlo. No vale la pena perder lo más por ganar lo menos. Si hay un enojo terrible no discutan de inmediato respec¬to a él. La ira los hará decir cosas de las que después se arrepenti¬rán. Sepárense por un tiempo. Después abrácense, bésense, hagan el amor y entonces hablarán mejor… SER CARIÑOSOS, AUN¬QUE NO LES APETEZCA, puede servir a veces para enderezar las terceduras. Y no me refiero a que aparenten ante los demás su amor sino a que lo aparenten entre ustedes dos, en la intimidad. NADIE PUEDE COMPORTARSE AFECTUOSAMENTE POR MUCHO TIEMPO SIN RECUPERAR EL AFECTO… ¿Se dan cuenta? Los cónyuges inteligentes no actúan cariñosamente porque sientan amor, sino por el contrario: sienten amor gracias a que actúan cariñosamente…
—Qué interesante —dije con la vista perdida, y en un gesto de broma me acerqué a mi esposa para abrazarla.
—¿Y si uno siente deseos de darle un revés a su marido por hipócrita? —preguntó ella con una sonrisa enorme.
—En vez de eso abrázalo y más pronto de lo que se imaginan el incendio de la ira habrá sido sofocado.
Se puso de pie para ir por una jarra de cristal con un líquido color durazno. Mientras servía los vasos señaló:
—Hay algo más que me preocupa. ¿Cómo han seguido relacio¬nándose con sus respectivas familias?
Dhamar y yo nos miramos sin que ninguno se atreviera a contestar. ¿El doctor era brujo o adivino? Había tocado nuestro ta¬lón de Aquiles. Fue Dhamar quien se animó a decir:
—Efrén visita a su madre casi a diario. Le da la mitad de lo que gana. Mi suegra, con muy buenas intenciones, no lo niego, me aconseja cómo debo cocinar y administrar mi casa, pero eso a mí me molesta.
—Y Dhamar no concibe un fin de semana sin sus papas —me defendí de inmediato—. Nos reunimos con ellos todos los sábados y domingos, pero mis suegros sobreprotegen a su “bebé” y mis cuñaditos viven burlándose de nosotros.
Asaf Marín movió la cabeza negativamente. Era eso precisa¬mente lo que él temía.
—Cuando la pareja cuenta con los elementos para triunfar en su matrimonio, sólo un obstáculo puede interponerse echándolo todo a perder: LAS FAMILIAS DE AMBOS… Es posible que a cada uno por separado le siente muy bien la compañía de sus padres y hermanos, pero a la pareja puede serle fatal. Cuando, por ejemplo, se vive en la misma casa que los suegros, o simplemente cuando éstos gustan de husmear en la intimidad de los nuevos esposos, sobrevienen problemas gravísimos. Dhamar, Efrén, córtense el cordón umbilical de una vez. Aunque duela. Hagan un esfuerzo por darle preferencia a su matrimonio. Hablen cada uno con sus padres y pongan reglas claras. Sólo así podrán llegar a ser felices juntos. Millones de parejas pasan los domingos, cada quien por separado, en su antigua casa. Estando en el nido donde crecieron, ninguno de los dos “adultos” siente necesitar a su cónyuge. Pero eso equivale a dejar de luchar por el hogar. No hay nada más cómodo que contarle nuestras tristezas a mami y sentarnos a comer lo que tan “sabiamente” nos prepara, pero tampoco hay actitud más inmadura y perjudicial. Tuve pacientes que, a punto de divorciarse, lograron salvar su matrimonio de modo total, ¿saben cuándo?, inmediatamente después del fallecimiento de uno de los padres políticos que tenía gran influencia sobre sus vidas. Re¬flexionen, por favor. Si no existieran sus familiares y ustedes estuvieran absolutamente solos, perdonarían mutuamente sus errores con mucha más facilidad al no tener que explicárselos a nadie. Sigan amando a sus padres y hermanos, porque esto es signo de entereza, pero declaren firmemente su independencia ante ellos. Si no cooperan, aléjense. Emprendan solos esa aventura extraordinaria que se llama matrimonio con la misma despreocupación con la que desobedecían a todos antes de casarse. A mi juicio, si no es lo único que necesitan hacer, sí es lo más importante y urgente.
Dhamar y yo nos miramos de soslayo como dos niños que acaban de ser sorprendidos en flagrante travesura. Le tomé la mano y correspondió a mi caricia con un ligero apretón.
—Ahora háganos usted confidencias a nosotros —dijo mi espo¬sa con su habitual agudeza—. ¿Cómo está eso de que se va de cenobita?
Asaf Marín sonrió.
—Hace muchos años que vengo pensando cómo los hombres somos juguetes de las circunstancias —comentó—. Elegimos para vivir el sitio que de alguna forma se nos impone. Estamos a disgusto con muchas cosas, pero nos resulta más cómodo adaptar¬nos que cambiar… Verás… Siempre he soñado con poder, algún día, cancelar todos mis compromisos para dedicarme a lo que más me gusta hacer… Simplemente. No tengo familia y amo la naturaleza. Quiero morir cerca de ella, pintando, produciendo mi propio alimento, meditando, creando, acercándome a Dios…
Así que era en serio…
Miré hacia mi derecha y observé sin querer el retrato de la jo¬ven rubia.
—¿Y su novia? —pregunté con la desfachatez de alguien a quien se le ha dado demasiada confianza.
El doctor se encogió de hombros con un ligero rictus de desagrado.
—Yo no tengo novia, Efrén.
Bajé la cabeza avergonzado por haber sido imprudente.
—Me casé dos veces —continuo—. Ahora estoy solo… Mi segunda esposa murió en un accidente de tránsito… Dhamar estuvo en el sepelio.
—Pero esta casa —comentó mi esposa saliendo al rescate de mi embarazosa situación—, ¿no piensa venderla? Todo está tan arre¬glado, tan acogedor, que me parece difícil creer que se irá de¬jándola así.
—Ésa es una de las razones por las que me urgía verlos personalmente…
Se detuvo con un tono de nerviosismo que no le conocíamos.
Mi desazón aumentó al escuchar eso. ¿Qué tenían que ver los bienes raíces del doctor con nosotros?
—He vendido todas mis propiedades, excepto ésta y otra más… Verán… La casa en donde viven —titubeó—, ¿cómo la consiguie¬ron?
No contestamos. Mi corazón comenzó a latir rápidamente. Antes de la boda yo le había comentado al doctor que un amigo de mi madre nos la prestó mientras encontráramos algún lugar definitivo, en renta… ¿Por qué nos preguntaba lo que ya sabía? ¿Acaso pensaba rentarnos la suya? Era mucho más de lo que po¬díamos esperar y merecer.
—¿Saben quién es el dueño del inmueble que actualmente habitan?
Movimos la cabeza negativamente, visiblemente asustados. ¿Es que él sí lo sabía?
Frunció las cejas… Le resultaba difícil decirnos lo que tenía en la punta de la lengua.
—El propietario soy yo…
Un extraño mareo que suele acompañar a las grandes sorpresas me hizo abrir los ojos de forma desmesurada. No había nada de malo en que el doctor nos hubiese dejado habitar provisionalmen¬te una de sus residencias, pero, ¿por qué lo hizo a través de mi mamá? ¿Por qué ambos nos lo ocultaron? ¿Es que acaso tenían una relación “especial”? ¿Era mi madre más que una buena paciente de él? Y si no era así, ¿por qué el secreto? ¿Había algo de lo que pu¬dieran avergonzarse?
La cabeza comenzó a dolerme como si una avispa hubiese in¬crustado su aguijón en mi sien.
Repentinamente recordé aquella primera comida frustrada, cuando invité a Dhamar a conocer la casa. Estando en la mesa, mi entonces amiga y yo comenzamos a comentar los problemas del doctor Marín. En ese momento miré cómo el rostro de mamá se había apagado de forma extraña: parecía más vieja de lo que era, callada, absorta, atrapada en sus elucubraciones. Tal vez no pen¬saba en la amenaza de la madre de Joana o del militar sino en su terapeuta sexual… de quien inocentemente nosotros estábamos hablando.
Y aquella noche, cuando me confesó nuestro pasado familiar, detecté que sus conceptos sobre el amor y el sexo eran demasiado coincidentes con lo escrito en la revista del doctor. ¡Ella la había leído antes que yo!
Mi mente trabajaba a mil ideas por minuto
¡Qué ingenuo había sido!
—He querido que vengan para hacerles personalmente un obsequio —dijo nuestro anfitrión poniéndose de pie y comenzando a caminar lentamente en círculos, como si le faltara el aire—. Yo no necesito la casa en la que ustedes viven… Es decir, pensaba venderla, pero cambié de idea —tomó un sobre tamaño oficio que estaba en la mesa del comedor y extrajo de él varios folios—. Ten —me lo entregó—, es un poder notarial… para que, como dueños del inmueble, a partir de hoy hagan con él lo que quieran…
Dhamar tenía la boca abierta sin comprender una palabra. Yo no me atrevía a comprender cuanto era obvio… Estaba a punto de explotar. Una ansiedad inmovilizante inundó cada uno de mis músculos. En ese momento recordé la incongruente y repentina solvencia económica que tuvimos los últimos dos años… Automó¬vil, computadora, ropa, tarjeta de crédito, alfombra, decoración…
—Y en esta casa en la que nos encontramos —dijo el doctor lentamente— vivirá, a partir de la próxima semana, tu mamá, Efrén…
El choque emocional me hizo mover la cabeza negativamente. Cerré los ojos y me los froté con fuerza para recuperar la claridad de la vista. Queriendo sobreponerme fijé la mirada en un costado.
El retrato de la joven rubia apareció delante de mí con su bella sonrisa.
Leí la dedicatoria y sentí que la tierra se abría bajo mis pies.
Decía:
Papá:
Te obsequio esta fotografía con todo el amor de mi ser.
Marietta

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